miércoles, 23 de julio de 2008

Confluencias

Yo veía a la noche como si algo se hubiera caído sobre la tierra, un descendimiento. Su lentitud me impedía compararla con algo que descendía por una escalera, por ejemplo. Una marea sobre otra marea, y así incesantemente, hasta ponerse al alcance de mis pies. Unía la caída de la noche con la única extensión del mar.


Los faroles de las máquinas iluminaban en planos zigzagueantes y comenzaban a oírse los ¿quién vive? Saltaban las voces de garita en garita. La noche comenzaba a poblarse, a nutrirse. De lejos, la veía como atravesada por incesantes puntos de luz. Sudividida, fragmentada, acribillada por las voces y por las luces. Estaba lejos y sólo sentía los signos de su animación, como un parloteo secreto en un fondón cerrado en la noche. Lejana y habladora, maestra de sus pausas, la noche penetraba en el cuarto donde yo dormía y sentía cómo se extendía por mis sueños. Apoyaba la cabeza en un oleaje que llegaba hasta mí en un fruncimiento de una levedad inpresable. Sentirme como apoyado en un humo, en un cordel, entre dos nubes. Y yo dando vueltas en esa inmensa piel, que mientras yo giraba se extendía hasta las muscíneas de los comienzos.


De niño esperaba siempre la noche con innegable terror. Lo era, desde luego, para mí, el cuarto que no se abre, el baúl con la llave perdida, el espejo donde alguien se sitúa a nuestro lado, una forma de tentación. No era la provocación para una aventura, ni la fascinación en la línea del horizonte. No iba a horcajadas sobre la noche cuando se retiraba, ni tenía que reconstruir para el otro sueño diurno, los fragmentos míos que la piel de la noche había dejado incomunicados sobre la cama.


La inmensa piel de la noche me dejaba innumerables sentidos para innumerables comprobaciones. El perro que durante el día había pasado muchas veces por mi lado sin casi haberme fijado en él, ahora, durante la noche, está a mi lado como adormecido, y es entonces cuando lo miro con la mayor fijeza. Compruebo el fruncimiento de su piel, cómo mueve el rabo y las patas queriendo apartar moscas inexistentes. Ladra dormido y enseña los dientes colérico. En la noche tiene enemigos invisibles que continúan fastidiándolo. Sus reacciones coléricas anteriores no dependen del homólogo de sus motivaciones diurnas. No depende en la noche de motivaciones, sino, sin saberlo, está engendrando innumerables motivaciones en la piel de la noche que me cubre.


La noche se ha reducido a un punto, que va creciendo de nuevo hasta volver a ser la noche. La reducción- que compruebo es su mano. La situación de la mano dentro de la noche, me da un tiempo. El tiempo donde eso puede ocurrir. La noche era para mí el territorio donde se podía reconocer la mano. Yo me decía, no puede estar como en espera la mano, no necesita de mi comprobación. Y una voz débil que debía estar muy alejada de unos pequeños dientes de zorritos, me decía: estira tu mano y verás como allí está la noche y su mano desconocida. Desconocida porque nunca veía un cuerpo detrás de ella. Vacilante por el temor, pues con una decisión inexplicable, iba lentamente adelantando mi mano, como un ansioso recorrido por un desierto, hasta encontrarme la otra mano, lo otro. Yo me decía, no es una pesadilla, más lentamente, pues puede ser que estés alucinando, pero al final mi mano comprbaba la otra mano. El convencimiento de que estaba allí, hacía decrecer mi angustia, hasta que mi mano volvía otra vez a su soledad.


Ahora, casi después de medio siglo, es que puedo esclarecer y hasta dividir en diversos momentos, mi nocturna búsqueda de la otra mano. Mi mano caía sobre la otra mano, porque ésta esperaba. Si la mano no hubiera estado allí, el fracaso, un miedo, desde luego, hubiera sido superior al miedo engendrado porque la mano estaba allí. Un miedo desconocido dentro de otro. Miedo porque está la mano y posible miedo por su ausencia.


Después supe que en los Cuadernos de Rilke estaba también la mano, y después supe que estaba en casi todos los niños, en casi todos los manuales de psicología infantil.


Ahí estaba ya el devenir y el arquetipo, la vida y la literatura, el río heraclitano y la unidad parmenídea. ¿Retirar la mano? ¿Disminuir mi terrible experiencia porque ya otro la había sufrido? ¿Convertir una experiencia decisiva y terrible en simple juego verbal, en literatura? El tiempo transcurrido me da una solemne lección: el convencimiento de que nos sucede, le sucede a todos. Esa experiencia de la mano sobre la mano seguirá siendo en extremo valiosa, aunque todas las manos extendidas se encontrasen con todas las manos de lo invisible.


Era una experiencia tan decisiva, que aunque la misma aparezca incluida como psicología infantil, todavía hay noches de la otra mano, las de la aparecida. Habrá siempre la noche en que acude la otra mano y las otras noches en que la mano permanece yerta sin ser visitadas.


No solamente esperaba la otra mano, sino también la otra palabra, que está formando en nosotros un continuo hecho y deshecho por instantes. Una flor que forma otra flor cuando se posa en ella el caballito del diablo. Saber que por instantes algo viene para completarnos, y que ampliando la respiración se encuentre un ritmo universal. Inspiración y espiración que son el ritmo universal. Lo que se oculta es lo que nos completa y es la plenitud en la longitud de la onda. El saber que no nos pertenece forman para mi la verdadera sabiduría.


La palabra en los instantes de su hipóstasis, el cuerpo entero detrás de una palabra, una sílaba, un fruncimiento de los labios o una irregularidad inopinada de las cejas. El residuo de lo estelar que había en cada palabra se convertía en un momentáneo espejo. Una arenilla que dejaba letras, indicaciones. Una palabra solitaria que se hacía oracional. El verbo era una mano excesiva en sus transpiración, un adjetivo era un perfil o una mirada de frente, los ojos sobre los ojos, con la tensión de la oreja alzada del gamo.


Cada palabra era para mí la presencia innumerable de la fijeza de la mano nocturna. Es la hora del baño, vamos a almorzar, a dormir, tocan la puerta, eran para mí como inscripciones que engendraban incesantes evaporaciones, inmutables y obsesionantes esbozos de novelas. Eran larvas de metáfora, desarrolladas en indetenible cadeneta, como una despedida y una nueva visita.


La espera y llegada de la mano iniciaba la cadena verbal, o en el interminable desarrollo se encontraba la mano nocturna. A veces la espera de la mano era infructuosa y eso alejaba desmesuradamente una sílaba de la otra, una palabra de su otra compañera de navegación. Era un momentáneo vacío por lejanía, que engendraba tanto en una espera anhelosa como en un paradojal vacío de buen consejo. Era como una jugada que se volcaba, yo diría mejor que se derrumbaba, sobre un tablero desconocido. Una inquietante jugada verbal, porque algo se adelantaba, algo retaba y lanzaba su llamada, sobre una red que mostraba un solo pez afanoso de amigarse con todos los peces.


Encontraba así en cada palabra un germen brotando de la unión de lo estelar con lo entrañable, y como en el final de los tiempos la pausa y el henchimiento de cada uno de los instantes de la respiración estarán ocupados por una irremplazable palabra única. En cada palabra habrá un germen sembrado en los vasos comunicantes de la oración, pero en ese mundo el germen verbal, como en la sucesión del espacio visible e invisible de la respiración, logra el asombro connatural en el hombre de una coordenada temporal. Lo estelar, aquello que los taoístas denominaban el cielo silencioso, necesitaba de las transmutaciones en las entrañas del hombre, el horno de sus entrañas, sus secretas e íntimas metamorfosis en relación con las cuales existió tal vez el misterioso ojo pineal, el extinto espejo interior reconstruido por los griegos como ser, como el pascaliano moi haissable, como el unificado yo de los alejandrinos, que después adquirirá su expresión más alta en el agustiano logos spermatikos, la participación de cada palabra en el verbo universal, participación que atesoraba una respiración, que une lo visible con lo invisible, una digestión metamorfósica y un procesional espermático, que trueca el germen en verbo universal, complementaria hambre protoplasmática que engendra la participación de cada palabra en una infinita posibilidad reconocible.


Pero el hombre no sólo germina sino también elige. Yo subrayaría la semejanza entre esos dos hechos que son para mí igualmente misteriosos, pues al elegir damos comienzo a un nuevo germen, sólo que como está en más directa relación con el hombre, le llamaremos acto. En la dimensión poética realizar un acto y elegir son como una prolongación del germen, pues ese acto y esa elección están dentro de la llamada conciencia palpatoria de los ciegos, si así me atrevo a llamarla es con el convencimiento de una mínima aproximación.


Es un acto que produce y una elección que verifica a contracifra en la sobrenaturaleza. Una respuesta a una pregunta que no se puede formular, que ondula en la infinidad. Una incesante respuesta a la terrible pregunta del demiurgo, ¿Por qué llueve en el desierto? Acto y elección que se verifican en la sobrenaturaleza. Ciudades a las que el hombre llega y no puede luego recontruir. Ciudades edificadas con una lentitud milenaria y cortadas y destruidas desde la base en el instante de un parpadeo. Hechas y deshechas con el ritmo de la respiración Unas veces deshechas por el descanso súbito de lo estelar y otras hechas como una momentánea columnata de lo telúrico.


¿Qué es la sobrenaturaleza? La penetración de la imagen en la naturaleza engendra la sobrenaturaleza. En esa dimensión no me canso de repetir la frase de Pascal que fue una revelación para mí, "como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza"; la terrible fuerza afirmativa de esa frase, me decidió a colocar a la imagen en el sitio de la naturaleza perdida de esa manera frente al determinismo de la naturaleza, el hombre responde con total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruída.


¿Moran en una ruina? ¿Son cómicos en vacaciones? ¿Hay ahí un pintor? Miramos el cuadro de Goya, la gruta, una de sus menos vistas y mejores telas. Al fondo, el cielo cárdeno y las nubes acabalgadas del Greco, contrastaban con el sosegado vuelo de las colombas. Tapadas con el mantel, o por debajo de la mesa se ocultan para que las palomas se acerquen. Es un coliseo en ruinas, una plaza deshabitada, ala derrumbada de un convento. Frente a esa desolación han instalado un merendero donde un aparecido cubierto por un mantel picoteado por las palomas, engendra expectación y gracejo. Es un espacio desconocido y un tiempo errante que no se aposenta sobre la tierra. Sin embargo, paseamos en ese aquí y transcurrimos en ese ahora, y logramos reconstruir una imagen. Es la sobrenaturaleza.


No se manifiesta la sobrenaturaleza tan sólo por inervención del hombre en la naturaleza, tanto el hombre como la naturaleza, cada uno por su riesgo, concurren a la sobrenaturaleza. Entre los tártaros los niños muertos se casan. Se dibujan en finos papeles los guerreros que asisten a las bodas, los intrumentistas, los familiares portando las jarras para las libaciones. Firman los presentes y se conservan las dirmas en archivos muy vigilados. Ambos familiares de los niños muertos, procuran acompañarse, viviendo en la vecinería. Entrelazan sus bienes y se cumplen las fiestas de ritual. He ahí la vida bullendo en torno de los muertos y la pareja de niños muertos penetrando en la vida. Es la réplica a la afirmación de los morfólogos de la escuela goethiana, de que toda especie al perfeccionarse, engendra una nueve especie, de la misma manera la naturaleza al acrecer por la imagen aportada por el hombre, llega al nuevo reino de la sobrenaturaleza.


En las mastabas egipcias una puerta quedaba abierta para recibir el viento magnético del desierto. Vientos genéticos que siguen recibiendo los muertos. La penetración piramidal hacia el norte, en la tierra quemada, hacía que la cámara de la reina fuese construida con la orientación más favorable a la recepción del viento magnético en el desierto genesíaco. Por eso he creído que la construcción de las pirámides, no sólo perseguía la finalidad de ser el más perdurable recinto de los muertos, sino cámara genesíaca de los reyes para procear aprovechándose del viento magnético del desierto. Así se lograba la más verídica sucesión entre los reyes muertos y los reyes vivientes. Unas tras otras iban las pirámides adelantándose en la tierra quemada, en la región de los muertos, como el humus, la tierra fangosa era habitada por los vivientes, así al borde mismo de la muerte, la genesíaca cámara de la reina recibía la plenitud dle viento magnético al cual son tan sensibles los fantasmas magnético, al cual son tan sensibles los fantasmas elásticos, de Baudelaire, los gatos, divinizados de la cultura egipcia.


Para los egipcios, el único animal hablador era el gato, decía un como que lograba unir las dos puntas magnéticas de su bigote. Esos dos puntos magnéticos, infinitamente relacionables, están en la raíz del análogo metafórico. Es un relacionable genesíaco, copulativo. Únase los puntos magnéticos del erizo con los del zurrón, en ejemplo que nos es muy querido, y se engendra una castaña. El como magnético despierta también la nueve especie y el reino de la sobrenaturaleza.


La sobrenaturaleza poco tiene que ver con el protón pseudos, la mentira poética de los griegos, ya que la sobrenaturaleza no pierde nunca la primordialidad de donde procede, pues suma el uno indual, ya que el hombre es imagen, participa como tal y al final se encuentra con la aclaración total de la imagen, si la imagen le fuera negada desconocría totalmente la resurreción. La imagen es el incesante complementario de lo entrevisto y lo entreoído, el temible entredeux pascaliano sólo puede llenarse con la imagen.


El horror vacui es el miedo a quedarse sin imágenes, en las epocas en que predominaba la finitud combinatoria y pesimista de corpúsculos sobre la ruptura espiraloide del demiurgo. En numerosas leyendas medievales aparece el espejo que no devuelve, la iamgen del cuerpo dañada o demoníaca, ya que cuando el esepejo no habla el demonio enseña su lengua saburrosa.









Lezama Lima

viernes, 18 de julio de 2008

La imagen histórica.

A una distancia de un tiro de ballesta, dice Maese Leonardo, el hombre dispara su imagen sobre el hombre agazapado, en acecho de aquel desprendimiento. ¿Dónde se ancla su imagen? En otro ojo avidado en previas candelas receptoras. Su torre óptica es en extremo breve y con escaso confort. Para captar la imprecisa presición del desprendimiento de la imagen, Leonardo prepara la grafía de una precisa impresición, la visión se verifica al tráves del "agujero de una agujita". Mientras precisamos, sobre todo para el hombre actual, cuál es la marcha de ese venablo después que se extinguio la potencia acumulada en el cordaje, vemos el disparo como un bulto sin extremos y sin testa, y esa misma región central es recibida por la ventana de la agujita. Al perderse los fragmentos, la imagen se pulveriza. En algún círculo del infierno, unos desdichados miran, según el verso del Dante, como el sastre cuando va a enhebrar la aguja. Sabemos que son pésimos ojos, que lanzan miradas desvaídas.


En el ejemplo anterior precisamos que la ausencia de diversidad es el primer muro que la imagen encuentra en su camino. Pero muy pronto los consejos para el suceso poético, desde la paz octaviaa al gran siécle, esa tumultosa distancia poética recorrida por las cartillas memorables de Horacio y de Bouleau, reconocen que la extrema diversidad descalabra el poema. si pictor velit...si un pintor caprichoso, dice la primera de esas grandes cartillas. Ved la ocurrencia de un pintor, nos da un antruejo que ha asustado dutante muchos siglos: un rostro con testa de caballo, mezclado con extremos animales y plumas de aves, terminando con la cola de un indescifrable pez.


En el otro reglamento, el de Boileau, se impide al blondo Tirsis, pastor de la Umbría, en una coronada fiesta de estío, ornar con magnífico lapidario su testa, ni mezclar con su oro el relámpago de los diamantes: tiene que escoger en otro vecino campamento en sequía, un ornamento más rústicamente riguroso. Aun la fascinante imantación y la sangre tórrida de Lope de Vega se obligan a la aceptación de esos melindres. Si cito sus palabras para borrarlas a su favor: "pues hacer toda la composición figuras, dice Lope de Vega, es tan vicioso e indigno como si una mujer que se afeita, habiéndose de poner la color en la mejilla, lugar propio, se la pusiera en la nariz, en la frente y en las orejas". Persas amazonas desmembradas; del uno al otro mar, el trueque de las sirenas odiseicas en manatí gemebundo o en vacas marinas; las vírgenes guardianas del espíritu del fuego, sabiendo que en el mundo de la resurreción no hay bodas, vemos que desprende una imagen, que se burla como domadora que restalla su látigo, sonriendo dentro de un cuarzo de doblre refracción.


He ahí que la imagen, contraejemplos de Horacio y de Lope de Vega, actúa sobre la diversidad más pintarrajeada, sobre la hybris más hidrópica. Basta que la imagen se desenrede en una reducción hacia un centro, o por el contrario sobre la infinidad, hacia la fiesta de la diversidad o hacia la desolación, para que esplenda removiendo el acto. Si el ser surge en esa conciencia de la nada, existe también un estado previo al ser, el ser universal o la primigeneidad del ser, que pueden enarcar la imagen y hacerla actuante, destruyendo la hibrys o diversidad, o la simple y monda extensión. La imagen nace de esa hirviente polarización, en que la pobrecita preimagen, entrada en lo diverso o fláccida frente a la extensión, lanza un reflejo, un rayo de penetración y disfrute.


Quizás en el primer ejemplo de Maese Leonardo no obtengamos una figura desmembrada, pero para la visión, para la escala de la mirada, la expresión "a un tiro de ballesta", y el simple mirar por el "agujero de una agujita", nos regalan una imagen diferente, aislada, rescatada, pero despiertan al mostrar la diversidad de su incorporación, rendida a la imagen concluyente, como un oso hormiguero que de su primera lanzada retrotráctil se apodera de innumerables hormigas, mostrando después de su rosada paleta pulimentada como un metal tolemaico.


En lo que un maestro del budismo ha señalado como las escalas de su paraíso; el vestíbulo del alfarero, el árbol de coral, la cadena del ojo del tigre, el Ganges celeste, la terraza de malaquia, el infierno de las lanzas y el nirvana del perfecto, vemos que la imagen rueda de la extensión vegetativa al furor, una antítesis de imagen placentera frente a otra colérica, un árbol frente a un ojo de tigre, una terraza frente a las lanzas infernales. Y entre las dos parejas antitéticas, el río que fluye, que arrastra, que llega a los contemporáneos en el río del Finnegan´s Wake, lleno de nombres de príncipes de indios de pequeños ríos irlandeses. Vemos en esas dos suertes corridas por la imagen, la coincidencia entre la vida eterna y la eterna vida. El vestíbulo del alfarero donde coinciden el dios que va a morir y el discípulo al lado de su dios buscando, aunque ignora su cercanía, y el reposo de la casa del carpintero, turbado por las llamas del ángel. Las cuatro torres carnales, en los jardines del Bosco, se igualan con la terraza de malaquita. La cabalgata de los aquejados de lujuria, con su aguijón de fuego, se entrecruza con los chillidos del infierno de las lanzas. Árboles, ríos, animalejos reconciliados, en el primitivo paraíso terrestre, y por semejanza, en el paraíso celeste o en la visión de la gloria. Pluralidad de hechizos, diversidad inocente, que aseguran el diseño de su morada futura, su imagen en los hijos de la resurreción. Corales lapidarios, lanzas, tigres, que también logran otra imagen partiendo de la nada del paraíso búdico. Transformaciones causales de un paraíso, hasta lograr el anéantissement de las siete cadenas causales.
Como esas parejas mal avenidas pero de indiscutible coyunda, vemos siempre en la ringlera de lo sucesivo verbal las épocas oscuras y mitológicas. Así comienza un error, que todavía vocea en nuestros días, y que debía estar destruido desde la teogonía de Hesíodo. Lo mitológico es siempre esclarecimiento, el árbol genealógico, combate donde los dioses visitan a los guerreros, prole engendrada por los dioses y los efímeros. Nuestra época que contempló el surgimiento de la realidad de la Troya, quiere olvidar la cercanía del Helicón a los combatientes o a los invocantes. La sombra, cono viviente desprendido del árbol, marcaba el aposento placentero de los dioses y los hombres. El hallazgo genial de Gianbattista Vico, consistió en ver con evidencia que por la poesía el tiempo fabuloso, que si es oscuro, se hace mitología, que trenza un ramaje de dioses y de hombres con el mismo troncón. Esa adivinación, ese Doerum interpretes, que nos recuerda Vico, hacía de la poesía la línea donde lo imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se riende a la posibilidad. En el tiempo fabuloso, el dios imperante es Hércules, necesario para vender el retoño con cien cabezas, protegido por Juno, mientras está convencida que favorece a la familia y a las nupcias. Así aún en el Olimpo, vemos los cambios políticos de los dioses, de Juno retirándole su confianza a Hércules. Política reversible, pues los habitadores de Gea, la tierra, para disculpar sus licencias, buscaban las relaciones de Jove burlando los juramentos a Juno. En el tiempo mitológico los dioses imperantes son Jove y Apolo, la plenitud de la creación y de la luz, engendrando la poesía. Hera, la pavorosa diosa de los descensos infernales pertenece al tiempo fabuloso, cuando la poesía dependía de las caprichosas e inapresables visitas de Endimión.
Vico intuye que hay en el hombre un sentido, llamémosles el nacimiento de otra razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio, para penetrar en esa conversión de lo fabuloso mitológico. Frente al mundo de la physis, ofrece Descartes el resguardo de sus ideas claras y distintas. Frente a los detalles "oscuros y turbios" de los orígenes, Vico ofrece previamente a las ideas platónicas universales, la concepción de fantásticos o imaginarios. Como vimos en la política de los dioses, las relaciones extramatrimoniales de Júpiter influyen en la reunión de las primeras familias del patriciados. Esos universales imaginarios, los mitos nacen de la apetencia, según la frase de Vico, de "homerizar a Platón y de platonizar a Homero". Platón encuentra siempre en el poeta ese elemento teocrático mitológico. Si lo considera ser sagrado tiene que llevarlo al más lejano Helicón de la reminiscencia; si ligero por sus entradas y despedidas de los raptos y la mudez, por su frenesí con los coribantes y por su majestuoso recuerdo de los éxtasis. El Platón del Ion o de la poesía está aún entre la dialéctica socrática y su propia reminiscencia, pues si no cómo distinguiría entre los pasajes de Homero, los propios del especialista y los del adivino. Pero en el Gorgias, ante la amenaza del joven Calicles, evoca Sócrates las praderas de la reminiscencia, las dos grandes fuentes que separan a los descendidos al Hades y la compañia de Minos y del rubio Radamanto. Minos, que Ulises ve de reojo en los infiernos, "teniendo en la mano un cetro de oro y administrando la justicia a los muertos". Es decir, se ha cumplido la indicación de Vico, se ha "homerizado a Platón".
Ya podemos vislumbrar la imagen más allá del símbolo y más allá de la imaginación, pues hay en el símbolo como un recuerso de la cifra que se atesora. Una rama puede ser un símbolo de la fertilidad, si con esa rama penetramos en los infiernos, como en la Eneida, quien la porta la trueca en imagen. La imaginación que nace, gorgonas, centauros, de la comparación de dos formas reales. Por una fácil paradoja en la aceptación que le damos a la imagen, es ésta totalmente opuesta a la imaginación. La imagen extrae del enigma una vislumbre, con cuyo rayo podemos penetrar, o al menos vivir en la espera de la resurreción. La imagen, en esta aceptación nuestra, pretende así reducir lo sobretantural a los sentidos transfigurados del hombre. Lo natural potenciado hasta alcanzar más carcanía con lo irreal, devolver acrecidos los carismas recibidos en el verbo, por medio de una semejanza que entrañe un desmesurado acto de caridad, aquí la poesía aparece como la forma probable de la caridad todo lo cree, charitas omnia credit.
Tres frases colocaría yo en el umbral de esta nueva vicisitud de la imagen en la historia. Primera: "lo imposible creíble", de Vico. Es decir, el que cree vive ya en un mundo sobrenatural, cualquier participación en lo imposible convierte al hombre en un ser imposible, pero táctil en esa dimensión. Acepta un movimiento sobrenatural, una propagación sobrenatural, un sobrenatural estar en todas las cosas. Segunda fase: "Lo máximo se entiende incomprensiblemente". Es la línea trágica, inalcanzable, desesperada, que va desde San Anselo a Nicolás de Cusa, que pretende hipostasiar el mundo óntico, el ser, en un cuerpo, en el mundo fenoménico. El ser máximo es, lo que es tiene que ofrecer una realidad, sino tendríamos que aceptar que la posibilidad real no es. Tercera, esta frase de Pascal, como resguardo o conjuro: "no es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante para creer que posee, sino que vea lo suficiente para conocer que ha perdido. Es bueno ver y no ver: esto es precisamente el estado de naturaleza".
Entrecruzados con esos nombres mayores del umbral, como atolondrada criatura de prolongaciones, pero de esencia imprescindible y secretamente reclamada, deslizamos también nuestro caduceo interrogante, pues el original se invenciona sus citas, haciendo que tengan más sentido en en nuevo cuerpo en que se les injerta, que aquel que tenía en el cuerpo del cual fueron extraídas.
El imposible al actuar sobre lo posible, crea un posible actuando en la infinitud. En el miedo de esa infinitud, la distancia se hace creadora, surge el espacio gnóstico, que no es el espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación. El hombre tiene nostalgia de una medida perdida. Los niños muertos en el mudo de la resurreción, es decir, en el de la plenitud. Todo lo que el hombre conoce es como un enigma, conocimiento o desconocimiento de otra jerarquía, de lo que conocerá plenamente en la muerte, pero no tiene vislumbre de que ese enigma posee un sentido. Lo imposible, lo absurdo, crean su posible, su razón. La imposibilidad de que el hombre justifique la muerte hace que ese imposible se convierta la resurrección en su posible. Lo que no es verdad ni mentira, el hombre lo percibe como verdad. Cuando Leonardo afirma que hay once formas de nariz, sabemos que eso es una verdad. Sujeto y objeto se devoran, desapareciendo. Es lo que engendra la relación entre la razón espermática de los alejandrinos, de Plotino, de San Buenaventura, y la realidad inteligible de los hilozoístas, la materia signata de los escolásticos. La claridad de un hecho puede ser la claridad de otro, cuya semejanza no es equivalente, que permanecía a oscuras, pero la iluminación o sentido adquirido por el primer hecho, al crear otra realidad, sirve de iluminación o sentido al otro hecho, no semejante. La presición de sus cronologías y el esplendor de sus riquiezas dominadas como un pastor en una fiesta de bodas, surgiendo de su pastoreo su magnificencia, Bossuet subraya de Abraham que muestra su magnificencia haciéndola aparecer principalmente ejerciendo su hospitalidad con todo el mundo, otorga grandes detalles sobre la fundación de Argos y la maldición de Inacus. La riqueza regalada casi por los dioses al período del pastoreo de Abraham, se convierte en un espejismo en las expediciones rechazadas por un oleajes de mladición. Una hospitalidad suntuosa regalada a los pastores y rechazasa para los argonautas obstinados, como dos prisioneros atados de espalda, como el acordelamiento de las astas de cobre del reverso. El hombre es una respuesta, un seguir un hilo, que no se sabe cuándo se rompe. La respuesta de una pregunta intemporal. Existe una causalidad en lo no visible, no figurable, que aparecía como un juego entre los griegos. El hilo de un verso, dicho por alguien, continuado por otro verso o sentencia similar, nombres de hazañas de fundación de ciudades, que tenían la gracia de su ringlera o la igualdad de las sílabas finales. Cualquier respuesta era válida rendida por el conocimiento o la gracia, el acierto de la respuesta creaba la inicial causal. Al que no podía seguir el hilo, le mezclaban la rugosa léjía a su espumosa crátera. El hechizo desprendido por algunas ciudades del mundo antiguo, que oyeron más de cerca el respirar de los dioses. Varrón, dato de Vico, nos dice que en algunas pequeñas ciudades del Lacio, llegaron a rendirle culto a treinta mil deidades. Homero nos dice que en dos o tres ciudades del príodo mitológico, se hablaba la lengua de los dioses. De tal manera, que si a la ciudad de las treinta mil deidades llegase un extranjero con esa habla de los dioses, tendrían la extraña y maravillosa sorpresa de poder recibir la visita de esos treita mil dioses restante. Por ese hecho sobrenatural, el visitante, por sencillo que fuese, comenzaría a vivir como un diosecillo.
La existencia de los gigantes en la mitología, en las cronologías y en la reminiscencia, forman la imagen del hombre transfigurado, alcanzando otra especie, rompiendo las murallas del ser, adquiriendo la lanza de Baal, que es el mito del fuego en el cielo, del hombre llevando el fuego a las moradas celestes. Hacían los gigantes lo que querían con los cuerpos en el aire. La lucha de los gigantes contra Júpiter, lo fue también contra los semidioses, que iban a prevalecer en el vencimiento de las fábulas por los mitos. La escasa ayuda de los dioses decidió a los gigantes a escalar al cielo. Mientras Júpiter cosquiellea en las estrellas del manto de Juno. Licaón quiere comprobar la divinidad de Júpiter matándolo. Existían los gigantes de la luz y las tinieblas. En sus tumbas de piedra en Karnak, yacn los gigantes rodeados de dólmenes, de reyes que en las pirámides sueñan los astros colosales acercándolse a la tierra, y la luna cercana, entonces más brillante que el sol, las mareas extinguidas en las tumbas reales de los montes tebanos. Todavía San Agustín, en La ciudad de Dios, cree en ese encuentro de los hijos de Dios, los ángeles, con las hijas de los hombres, que engendraron los gigantes, nacidos de la confusión de las semillas, que vienen a ser arrastrados por el diluvio. Acaso los espíritus puros pudieron conocer en la carne. Una nueva cultura surgiriía si los ángeles llegaran a hipostasiarse, si toda la materia adquiriese la transparencia y la transparencia el espíritu puro. Y el espíritu puro conociese con las hijas de los hombres.
Encerrada en su tumba Ifigenia oye que su prometido, el hijo de Peleo, fue educado por Quirón, el más sabio de los centauros, para impedir que aprendiese las pervertidas costumbres de los hombres. Oye que su salvador cumple su petición: "Yo he deseado mucho que viniese alguno de Argos". Aún en su encierro la visitan los linajes mitológicos y los envíos de la prodigiosa ciudad. No es su lejanía del período dialéctico la que le envía esos destellos, que hacen que aun en su encierro, perdido el poderío de su realeza, la rodeen como la reminiscencia de los gigantes fundadores de reinos. En pleno senado romano, Julio César declara que por su tía Julia desciende de dioses inmortales, declaración temeraria ante las tribunas del puelo, si no fuera que ya en la Etruria sagrada el agricultor participó de la ciudad ascendiendo entre nubes y remolinos.
No sólo en la concepción sino en el relato de la concepción del Dios, interviene el espíritu Santo. Al terminar ella de hablar, dice el evangelio apócrifo de San Bartolomé "empezó a salir fuego de su boca". Para su relato busca apotarse corporalmente en los apóstoles: "Pedro, siéntate a mi derecha- le dice-y apoya tu brazo izquierdo en mi brazo. Bartolomé, ponte de rodillas detrás de mí y apoya mi espalda, no sea que al comenzar a hablar se me rompan los huesos. Tú, Juan, que eres virgen, pon tu mano en mi pecho". Si en la concepción interviene la sombra, en el relato es el apoyo lo que asegura la revelación del secreto. Ahí la imagen queda como una sombra apoyada. Oh, alma mía, intenta ya tan sólo lo imposible, diremos agrandando el reverso de la frase de Píndaro, y lleva la poesía a la resurreción, ya que el conocimiento posible se ha convertido en Ouroboros y baila como la serpiente la flauta del Maligno.
Septiembre y 1959.

jueves, 17 de julio de 2008

El imaginario profundo frente a la música como lenguaje.

El imaginario profundo frente a la música como lenguaje
Julio Estrada
Resúmen
*Los subrayados son mios.

El derrumbe de los antiguos lenguajes musicales desde el inicio del siglo XX condujo a los propios compositores a formular teorías y sistemas nuevos que contribuyeron a combatir el tono dogmático de múltiples nociones, métodos y mensajes de la Academia. Aun si la iniciativa renovadora y constante de transformación de la música contemporánea ha tenido frutos, éstos no parecen haber madurado respecto al contenido profundo que puede portar toda música a nivel imaginario. Es decir, los aspectos eminentemente perceptivos, mnemónicos, oníricos o afectivos que, de formas voluntarias o involuntarias, nos relacionan con las manifestaciones del Arte. Es sabido que los lenguajes musicales de la Academia ensayaron apoyar el proceso de composición facilitando lo referente a lo constructivo desde las perspectivas teórica y sistémica, consolidando esta última con la interpretación de tipo retórico que la vinculaba a los contenidos subjetivos pertenecientes al imaginario profundo de los creadores. La admisión de la retórica fue parte de una concepción de la música como espacio propicio para la manifestación creativa del universo anímico desde fórmulas protocolarias. Éstas fueron incorporadas a los sistemas bajo la forma de un conjunto de reglas del juego en las que se confunden la retórica y el protocolo. La admisión del sistema por parte del creador musical no sólo implicaba pasividad respecto al factor constructivo, sino que conllevaba limitaciones del protocolo para una manifestación más libre del imaginario. En contraste, el tono con mucho más científico y de apertura social del siglo XX ha ejercido una influencia positiva sobre los campos teórico y sistémico musical. Con ello, se ha contribuido a eliminar el aspecto retórico que se infiltraba en el estilo, entendido como el reflejo del carácter personal o de época que adquiere cada sistema. La fractura con la retórica y el protocolo en gran parte de la música de nuestro tiempo ha hecho de ella una materia cuya abstracción la aleja de los lenguajes musicales. La mayor libertad de factura del sistema ha conducido a su depuración de contenidos, para ofrecer entonces al compositor la ventaja de ejercitar un estilo más personal. Sin embargo, aun si teorías y sistemas de la música actual han mayoritariamente abstraído su relación con los protocolos, queda por verse todavía el campo que ocupan los contenidos profundos del imaginario. Incluso si éstos diesen la apariencia de haber sido abolidos voluntaria o involuntariamente por la revolución musical del siglo XX, no dejarían de haber sido objeto de búsqueda en nuestra música por la importancia de su presencia, liberadora de pulsiones propia de todas las artes. De hecho, la manifestación de contenidos del imaginario profundo los dejará hoy más al desnudo para desvelar su rica substancia: nebulosa onírica, exigente de respuestas inéditas, que no reconoce más límites que las capacidades individuales.

Música y divinidad

Las artes han sido contempladas como espacios algo míticos cuando se observan desde el ángulo de la proeza que tiende a atribuirse al acto creador. El frecuente vínculo que en las sociedades han mantenido Arte y Religión parecería descansar en el intento de ambas por emprender, bajo formas esencialmente empíricas, el camino hacia lo sublime. Históricamente, uno y otro campos se han afamado por su distancia hacia toda interrogante sobre los postulados en los que descansan, como si el crear —esa forma de extraer algo de la nada— y el creer –aquel dar por cierta una idea— mantuviesen estrecha identidad. El viejo binomio Arte-Religión persiste aún en numerosas culturas, dualidad donde la obra del artista es entendida como una materia de inspiración excepcional que exige ser colocada en un plano cercano a la divinidad. Al parecer, la capacidad de los artistas de generar objetos hasta entonces inexistentes les hace acreedores del rango de sensibilidades superdotadas cuya proximidad confusa con el carácter mágico del universo de las religiones es difícil de evitar. Y desde ahí otro binomio, el de Creador-Creación, donde el sujeto y el objeto se suman en esa unidad indisoluble que se entiende como el artista y su obra.

Baste con acercarnos a la propia cultura europea para encontrar varios casos que muestran con regular asiduidad el nexo que las sociedades han atribuido a sus creadores con la divinidad. Dentro del terreno de la música, los ejemplos más claros han sido los que, durante el siglo XVIII, ofrecen Bach (1685-1750) y Mozart (1756-1791):

Una lápida dentro de la iglesia protestante de Santo Tomás de Leipzig guarda los restos mortales de Juan Sebastián Bach justo al centro de la cruz que forma la base del edificio: quien había hecho sentir a otros la divinidad a través de la música se le coloca en el espacio más próximo a la comunión con el Creador.Sólo en parte vinculado con la música religiosa e iniciador de una etapa de humanización en la música europea, Wolfgang Amadeus Mozart es celebrado por su capacidad de crear obras cuya factura se identifica con el ideal de perfección de la belleza clásica y con las expresiones más refinadas de la mente.

Analicemos un poco más de cerca cada caso :

El contacto con la música litúrgica de Bach confirma el origen de su inspiración, servidora ferviente de la causa religiosa. Oratorios, misas, cantatas o corales dejan observar la dimensión que la fe de Bach debía ocupar en su vivencia creativa. Incluso en el oyente agnóstico miembro de la cultura europea, la experiencia de recepción artística de aquellas obras parece poder trasladarle, por medio del proceso de conversión del texto litúrgico a formas y estructuras propias de esa música, a una percepción de intenciones próximas de las que originalmente se planteara Bach. Por ejemplo :

La interpretación del texto litúrgico exige que las intenciones del mismo sean apoyadas con claridad a través del énfasis puesto en la música, algo que varía desde las simple obediencia y veneración mística hasta la vivencia apasionada del drama religioso.El contrapunto imitativo de fugas, fugatos o cánones, a partir de la reproducción incesante de temas únicos, puede entenderse más allá de lo estructural como una sublimación de la noción monoteista del cristianismo.La armonía tonal, basada en el juego de contrastes entre la consonancia y la disonancia, permite reforzar categorías como la de la oposición entre valores éticos: desde una sensación equiparable a la paz o al bien hasta la de otra en el polo opuesto para denotar el dolor, el conflicto o el mal.Bach ofrece un substrato sólido a la concepción abstracta de los sistemas musicales a través de su síntesis de un pensamiento de tipo matemático. La búsqueda de la perfección como modelo para su técnica le conduce a un dominio magistral de su lenguaje musical, algo que incita a escuchar su obra profana dentro de valores próximos a los religiosos : la paz o el bien se traducen por equilibrio o mesura en el empleo del sistema.

Hombre en extremo moderno e informado para su época, no es posible deslindar la obra de Mozart de la influencia revolucionaria que en él debió tener el pensamiento humanístico y científico del XVIII. Piénsese su simpatía con las ideas liberales o su frecuente contacto personal con científicos de su época. No es casual que el propio Albert Einstein, violinista por afición, admirase la música de Mozart por encima de todas, entendiéndola incluso como aquella que mejor evocaba el comportamiento del universo. (ESTRADA 1994, 403-418) En lo referente a las técnicas empleadas por Mozart en su obra, éstas podrían ser entendidas como una variación musical del lenguaje de su predecesor:

Fuera de una relativamente escasa obra para la liturgia católica, la voz en Mozart adopta caracteres que amplían el rango expresivo de la música y que incorporan una variedad de recursos dramáticos a través de la temática que aborda su ópera.El contrapunto es integrado como un recurso más de la tradición musical, alejándose con ello de la obediencia al tema único para abrirse a un poli-tematismo como el que se plantea entre los cinco diferentes elementos que se superponen en el último movimiento de la Sinfonía Júpiter, No. 41.La armonía, que la música de Mozart pareciera entender como una suerte de memoria del tiempo, muestra su autonomía respecto a la evolución secuencial, lo mismo que una exploración de combinaciones inéditas entre acordes, como ocurre con las modulaciones a tonos lejanos de la Fantasía para piano en Do menor.Es importante entender cómo el campo de la composición musical se consolida con la armonía mozartiana, manifestación de una conquista de la física acústica que renovará a la Academia a través de procedimientos que permiten, por su identidad con la naturaleza, una aproximación más certera a los procesos de imitación de ésta o de evoluciones igualmente libres de la propia imaginación.

La música de nuestro siglo mostraría, dentro del mismo binomio Arte-Religión, dos polos opuestos que señalan, por una parte, una nueva defensa de la Academia y, por otra, el ensayo de derrumbarla. Dos compositores recientemente desaparecidos evidenciarían la oposición a la que refiero, a la vez que representan a dos escuelas principales de la música contemporánea, el determinismo y el indeterminismo :

Olivier Messiaen (1908-1992), por su condición de creyente, quien fuera organista de la iglesia de la Trinidad y profesor del rancio Conservatorio de París, parece proseguir aquel anhelo de fusión entre Arte y Religión que sabemos tuvo la música en tiempos de Juan Sebastián Bach. Según testimonio dado a Claude Samuel en Entretiens avec Olivier Messiaen, dedicó su vida a la música a partir de tres ideas principales: “Las verdades teológicas de la fe católica (…), el gran tema del amor humano (…) y la naturaleza. Las tres se suman en una sola idea : ¡el amor divino !” (SAMUEL 1967, en VINTON, 1974, 474) La realización de dichas ideas en el terreno de la creación va asociado en Messiaen a una factura particularmente elaborada, que el autor consolida a través de investigaciones como Technique de mon langage musical (MESSIAEN 1950) o Traité du rythme, du timbre et d’ornithologie (MESSIAEN 1995). El estrecho vínculo entre su obra creativa y teórica hace de él uno de los modelos que el presente siglo ha tenido del compositor-investigador. Maestro de otros maestros contemporáneos que seguirán esos mismos pasos —Pierre Boulez (1925-), Karlheinz Stockhausen (1928-) e Iannis Xenakis (1922-)—, el antecedente de Messiaen nace en Arnold Schönberg (1874-1951) —maestro a su vez de Anton Webern (1883-1945) y de Alban Berg (1885-1935)—. El modelo del compositor-investigador, dominante a lo largo de todo el siglo, parecería haber sido parte de una necesidad colectiva encabezada por algunos : mantener en pie una Academia Nueva, hecha de la incesante reflexión que se propone asimilar el cambio revolucionario. Detengámonos a observar a vuelo de pájaro algunas de las ideas que Messiaen se propone dentro de su música:

Una concepción del macro-tiempo que parece buscar un mundo más allá de aquel del oyente dinámico del mundo actual, en un intento de crear la impresión de eternidad, como puede percibirse en el Quatuor pour la fin des temps (1941) o la sinfonía Turangalila (1946-48), donde el compositor traza su visión personal del amor humano.Una concepción del micro-tiempo inspirada en la tradición rítmica hindú a través de la cual se aleja del método de división armónica de la métrica tradicional imperante en Europa desde el Renacimiento, para aproximarse con mayor certeza a su búsqueda de una música inspirada en la naturaleza, como ocurre con su Catalogue d’oiseaux (1956-58), en el que manifiesta su veneración por los pájaros como extensiones de la voz de Dios.Una reincorporación de la armonía modal, en la que intenta rescatar al ancestro mayor, el gregoriano, al mismo tiempo que continúa los hallazgos de Debussy en su búsqueda de sonoridades que, distintas de los lenguajes musicales concretos, se acercan a las voces del viento, del mar u otras. Escúchense como los ambientes rumorosos que se funden al canto de las aves en las obras de Messiaen, como si fuesen un silencio colorido que el compositor entiende de forma no lineal como parte de una unidad mucho más vasta : el timbre, un tema que ocupa las mentes musicales a lo largo del siglo. La defensa que Messiaen hace de la Academia permitió incorporar a la tradición una problemática novedosa como la del timbre —asunto planteado de manera incisiva por Anton Webern—. Su iniciativa de proponer nuevas técnicas intenta reforzar al lenguaje musical oponiéndose a la pérdida de identidad que sufre la Academia frente a una movilidad e incertidumbre extremas. Messiaen responde con ello, más que a las necesidades de la imaginación, a su idea de recuperar valores antes vigentes para permitirles continuidad dentro de la música nueva. Parte de aquellos valores proviene del ensayo de renovación católica que opera en Francia con Thiellard de Chardin. Ello va a implicar una estrecha relación entre la imaginación mística de Messiaen y su adhesión a la retórica y al protocolo litúrgicos que penetran su sistema musical para guiar y dar sentido a lo estructural.

Antípoda de Messiaen, el norteamericano John Cage (1912-1992) se propone subvertir al arte musical de origen europeo hasta sus últimas consecuencias dentro del cuestionamiento más grande de los valores de éste que en música se tenga memoria. (CAGE 1961) Cage representa a la anti-Academia y desde una posición que puede identificarse también con la del compositor-investigador, definiendo su música como el resultado de la experimentación. No identificable con el método científico, sino con una propuesta inspirada en la doctrina del budismo Zen, Cage intenta mostrar la primacía del proceso de percepción del mundo a través de la meditación frente a valores de orden estructural, estético o afectivo. Una aproximación rápida a algunas de las proposiciones de Cage es necesaria:· En una primera etapa, en un ensayo de mantener vigente el factor emocional en música, incorpora a su obra principios de la estética tradicional de la música hindú que buscan “expresar estados dramáticos y de contemplación (…) lo heróico, erótico, maravilloso, alegre, odioso, triste, horrible, furioso y su tendencia común hacia lo tranquilo” (WOLFF, en VINTON 1974, 116-117). Dicho objetivo es buscado en las Sonatas e interludios para piano preparado (1946-48).

En una segunda etapa, bajo la práctica del budismo Zen, ensaya la incorporación del azar en su música, de lo cual el ejemplo de la obra 4’33″, para cualquier instrumento (1952), es uno de los más característicos: El ejecutante deberá permanecer en silencio frente al público durante el lapso de tiempo señalado por el título de la obra. Durante el transcurso de aquel instante el compositor propone poner en evidencia la presencia del sonido : “no hay otra cosa ahí sino los sonidos : aquellos que son notados y aquellos que no”.La idea de música del Cage de la segunda etapa proviene de una intelectualización del proceso creativo donde lo creado no ha sido oído ni alcanzado a ser percibido por su propio autor como una música que se da sobre el curso mismo del tiempo. Ésta es el producto del recurso al azar como procedimiento definitorio de la evolución temporal. En Cage, el valor de la conceptualización es superior al de la obra de arte en tanto que producto de la confección de un objeto real. El proceso de recepción supuesto por dicho filósofo -compositor otorga al concepto la capacidad de producir un goce de idéntico valor al artístico, suponiendo que el Arte puede existir por fuera de la experiencia que, desde cada creador, se tiene a través de los sentidos y del proceso de percepción. La iniciativa de Cage, convertida durante décadas en una revolución permanente es a mi entender un ensayo fallido de fusionar la crítica del Arte con la creación. Cage contendría en una misma persona dos gérmenes opuestos, como si la duda permanente dejase sitio a la creación espontánea u ordenada sin mostrar rasgos esquizoides. En Cage, el enemigo vive en casa, o mejor, no existiría de no vivir en casa para poder sobrevivir siempre a partir de la idea de que ésta es deficiente. El contenido musical de fondo que puedan tener las obras y los trabajos de John Cage muestra cómo éstos han insistido en poner más el dedo que el oído en la llaga. Para ello, han evitado descubrirnos al compositor que, dejando en manos del intérprete o del público el proceso mismo de creación artística, hace de su propia música un producto colectivo. Generoso sólo en apariencia, el regalo de Cage contiene un mensaje profundamente pasivo del acto creador, en el que se ensaya cancelar los recursos propios del artista. Ahí habría una forma de abolición del Arte a partir de un proceso que se propone derogar al artista desde sí mismo, una anomalía próxima de la mutación que supone, más que la abolición, una aberración de la noción misma de Arte.

Stravinsky y Schönberg: la fractura creativa

Con objeto de lograr una aproximación algo menos abstracta al tema de la imaginación, es útil hacer un salto hacia los primeros años del siglo veinte para observar cómo el arte musical adopta direcciones cuyo vínculo con los universos físico y psíquico contrastan con la relación que hasta antes tendió a mantener con el mundo de las creencias religiosas o con la estabilidad de la Academia. Piénsese en aquellos periodos iniciales de la revolución que sufre la música del siglo, cuando los principales protagonistas de la misma no habían aún descubierto con toda precisión ni el sistema ni la estética en los que iban a sustentar sus respectivas obras de aquel momento. Producciones como Le Sacre du Printemps (1913) de Igor Stravinsky (1882-1971) y Pierrot lunaire (1912) de Arnold Schönberg fueron el producto de una creación todavía a tientas, guiándose casi solamente por intuiciones y por la referencia ambigua de una Academia de la que querían separar su música, algo que sabemos cómo, respectivamente, consolidarán mucho más tarde en el plano de la reflexión con la Poética musical (1946) del ruso y el Estilo e idea (SCHÖNBERG 1950) del vienés:

Le Sacre du Printemps pasó de la vetusta aspiración sublime de la música europea a una visión pagana de lo sagrado en la que, acaso, lo sublime aparecería sólo de forma subliminal. Stravinsky mimetiza un rito con una apariencia teatral que no pretende llegar al fondo sagrado del culto. Sin embargo, lo ahí puesto en relieve como materia de consagración es la función creadora del sexo en el sentido antropológico que tiene el rito como elemento fundador de la cohesión social. La impresión de realidad ante el Sacre es lograda a partir del intento de dar a la materia musical la categoría de objeto, en contraste con la frecuente sensación de intangibilidad que ésta produce. He aquí algunas analogías que parecen ensayarlo :

Apertura ecléctica dentro del sistema tradicional de composición musical para procurar una liberación de las relaciones de tiempo-espacio, de manera que los universos rítmico y sonoro conocidos sean expuestos a una cierta catástrofe jerárquica ; es decir, a una especie de ruido en el sentido de confusión de la información. Rompimiento de la jerarquía dentro del nivel sistémico, afectando a los lenguajes armónico y rítmico, cuyas combinaciones se expanden a nuevos encuentros, disonancias entre las alturas de la escala y desfasamientos entre duraciones de distinto módulo. Ello, sin embargo, no modifica la conducción lineal de melodías y de ritmos, conservados todos dentro de un tono sencillo y primario que sirve para evidenciar la impresión de fractura con las estructuras más elaboradas. Apertura igualmente ecléctica del universo tímbrico de la orquesta hacia el ruido, aquí por la asociación de éste con artefactos de origen primitivo, por medio tanto de la extensión de los registros instrumentales conocidos ; por ejemplo, la “voz monstruosa” del agudo del fagot al inicio de la obra —tal como debió escucharse entonces acompañado de una imperfección quizá deseada por el compositor—, como de la ampliación significativa del número y el tipo de los instrumentos de percusión, convertidos a partir de ahí en una sección más autónoma dentro de la orquesta. Pierrot lunaire por su parte, permanece dentro del tono sublime sin aspirar a recibir el insuflo divino, reemplazado aquí por el mundo onírico de un personaje de pantomima. Dentro de aquel universo creado por Schönberg, la noción estética de lo sublime —del latín sublimis, esa elevación en los aires que se le otorga a la belleza— parece emparentarse con la noción física de la misma palabra —pasar del estado sólido al gaseoso sin intermediación del estado líquido—. Ambas nociones de la sublimación crean, a nivel perceptivo, la impresión idénticamente misteriosa de transitar de los fenómenos reales a los irreales. A diferencia del Sacre, evocador de lo objetual, el Pierrot lunaire se concentra en dar a la música un carácter teatral intimista hasta antes inédito como si ésta fuese escuchada desde el sujeto receptor. Las analogías que Schönberg procura para lograr aquel ambiente irreal y subjetivo parecen exagerar la intangibilidad de la propia materia musical :

El sistema tradicional es llevado a un callejón sin salida en cuanto a las posibilidades de reconocimiento de la identidad de melodías, armonías o ritmos. Las relaciones de tiempo-espacio quedan a la deriva dentro de una suerte de no man’s land frente a lo cual el oyente carece de referentes que puedan indicarle incluso alguna catástrofe jerárquica ; no hay aquí una revuelta entre el arriba y el abajo, sino una pérdida de gravedad que da a la música la ilusión de flotar en un ambiente vago.El nuevo sistema que sustenta al Pierrot no puede adivinarse a ciencia cierta si sólo se conoce hasta ahí la producción del autor. Las relaciones de tiempo-espacio en melodías, armonías y contrapuntos aparecen dislocadas por un uso indiscriminado de las alturas de la escala de doce sonidos. Al excluir radicalmente a la memoria de los procesos de reconocimiento o de asociación las capacidades de predicción quedan a la zaga, lo que deja a la percepción auditiva sin otro recurso que el del yo ahora frente al aquéllo. Los tonos a veces secretos, a veces burlones de la voz hablada —sprechgesang— de la recitante son acompañados por instrumentos en registros extremadamente agudos —flauta piccolo, armónicos en cuerdas, acordes del piano— que vienen a socorrer el carácter expresivo, lunático, de la obra. Dentro de una articulación rítmica ordenada de manera algo mecánica —como si Pierrot fuese, más que personaje, títere—, el conjunto vocal e instrumental tiende a envolver al oyente en el rumor de esa materia vaporosa que se confunde con lo sublime.

El binomio Stravinsky-Schönberg marca un hito histórico para el arte musical de hoy por el carácter revelador que ambos dan a la aventura de la creación musical. En uno y otro compositores va a darse un mismo proceso de revelación de la psique, en el que los temas del sexo adolescente —Stravinsky— o de la fantasía onírica —Schönberg— parecen provenir de la influencia del naciente psicoanálisis freudiano. Con Stravinsky y con Schönberg nos asomamos por vez primera en la historia al universo solitario del ser humano, tan ajeno a la temática propia de la tradición, para descubrir con admiración una pléyade de recursos propios. Los objetos producto del imaginario dejan ahí de ser transferidos o sublimados como si fuesen sólo parte de lo extranatural para ser entendidos como una materia que nace de las pulsiones del ser. Es posible que una interpretación adicional a la noción de abolición que aquí se estudia sea la de excluir el mito que rodea al proceso de crear: con Le Sacre y con Pierrot, se abre un espacio nuevo al pensamiento musical al dejar fuera, por un momento, al menos, la idea de Arte como manifestación de la Divinidad. Y retrospectivamente, Stravinsky y Schönberg dejan ver cómo temas reales o irreales, como el sexo y el sueño, fueron lo prohibido ayer, una de las formas más antiguas de abolición asociadas al Arte.

La fractura creativa que producen Stravinsky y Schönberg es una clave para dar pistas a los procesos de creación musical que el siglo XX ha enfrentado más que ninguno. Los hallazgos de uno y otro provienen del abandono de la creatividad a un proceso de creación libre que requiere enfrentar la abismal ruptura con la tradición y, más en el fondo, con sus fundamentos. Aquella pista para encontrar soluciones fincadas en el encuentro libre con la imaginación tiende a perderse después de que se da con toda frescura, como instante germinal y único. La fractura creativa infligida a la Academia se irá convirtiendo inevitablemente en una apertura de las nociones de sistema, en tanto que una más libre selección, y de teoría, en tanto que ampliación del espectro sonoro. Ambas vertientes obligarán a la nueva música a la búsqueda de una estabilidad que va desde la fundación de una nueva academia hasta la oposición radical a dicho intento.

El paradigma que para la música del XX representan Schönberg y Stravinsky se entiende como una constante revolución en casi todos los órdenes. El ejemplo más contundente es el que ofrece la infiltración del racionalismo científico dentro de la música, dejándose sentir bajo múltiples formas : nuevos modelos de organización teórica y sistémica de la materia, nuevos procesos de producción de la obra de Arte o nuevos instrumentales tecnológicos. La Ciencia, basada en la verificación de la eficacia del método para la optimización de resultados, sin proponérselo necesariamente ha puesto en jaque de manera constante a las bases de la Academia, por una parte y, por otra, a la noción misma que se tenía de la música:

La Academia, basada en reglas y en técnicas concretas, ha tendido a paralizarse, conservándose intacta o adaptándose con desgano a la revolución permanente que representa el surgir de nuevas ideas, métodos y tecnologías musicales.El pragmatismo propio de la revolución ha contribuido a diluir la creencia que se tenía de la música como espacio de nociones absolutistas como la de perfección, para ser reemplazadas por una noción abierta, y no poco vaga, de un arte nuevo, resultante de una constante adaptación a una belleza inestable. Los valores subjetivos que dan sentido a la noción de Arte, expuestos al contacto con esa revolución, han sufrido un proceso algo más complejo, no poco conflictivo e incluso doloroso para públicos, intérpretes y creadores ante la pérdida de la brújula. El rompimiento con el sistema, en tanto que manifestación antes estable de la forma, equivale al rompimiento con la música como memoria —aquella substancia que contribuía a retener la belleza— para dejarla a merced del tiempo, ahí donde la opción se reduce a la creación de huellas cada nuevo día.

Entre las formas de abolición del arte a las que podría referir este coloquio, uno de los sentidos que aquí tendría la idea de abolición no es el de la interrupción que suprime o deroga la belleza, como se hace con una ley, por ejemplo, sino el de borrar la belleza de ayer por otra hoy o mañana, como si en el fondo nuestra belleza actual fuese una nebulosa.
La música desde el lenguaje.

Al aproximarse el nuevo siglo todavía se observa en música una necesidad persistente de entenderla dentro de la óptica de lo que puede llamarse el lenguaje musical contemporáneo. El asunto pide revisar aquí con mayor detalle la idea de la música como lenguaje, en la medida en que los sistemas han sido confundidos de forma frecuente con esa relación histórica.

De forma constante a través de la historia, el libre ejercicio de las Artes dentro de la Academia ha tendido a depender del intento de traducir la imaginación a algo que se ha denominado el lenguaje musical. Dicha noción es el producto de la confluencia de múltiples factores que determinan la adopción de un sistema de escritura como conjunto de métodos útiles para la producción de la música dentro del estilo de una cierta época. Dicha adopción va de la mano de la aceptación de dogmas conservados a lo largo de siglos por la Academia, suerte de institución normativa de los avances teóricos y sistémicos de la música.

La vieja hegemonía de los lenguajes musicales tendió a respaldar sus concepciones teóricas en el modelo de la naturaleza, entendida dentro de esquemas reductores que se ofrecían como solución a múltiples formas de representar la imaginación artística. Se entiende aquí dicho concepto como el campo de la percepción de experiencias sensoriales bajo forma de fantasías que pueden incluir lo mismo a formas abstractas, reales u otras que surgen del universo misterioso de la creación. Los llamados lenguajes musicales nacidos de la tradición musical europea encontraron el modelo natural en la acústica física para sustentar en ella el sistema armónico. A su vez, dicha noción puede resumirse aquí como una selección de la serie inicial de los armónicos naturales de una fundamental sonora, convertidos en términos de alguna escala –modal, tonal o cromática– y asociados a una cierta combinatoria.

A pesar de que la noción de tonalidad —sistema musical jerárquico construido alrededor de un tono principal— no fue aportada sino hasta el siglo XIX por el musicólogo belga François Fétis (FÉTIS 1835-44) los lenguajes musicales basados en sistemas de inspiración tonal lograron mantener su hegemonía incluso hasta el siglo XX a través de la aceptación colectiva de un contenido dogmático. En contraste con sistemas estructuralistas como la dodecafonía o el serialismo, casos como los de la politonalidad, la pos-tonalidad e incluso la micro-tonalidad, al mantener su referencia al sistema tonal –incluyendo a la atonalidad– se preservaron dentro del antiguo ámbito de los lenguajes musicales. Aun si la vieja noción de tonalidad se alejó de su origen a lo largo de estas últimas diez décadas, no logró perder totalmente aquella esencia subyacente de su identidad.

La larga permanencia de los llamados lenguajes musicales parecería haber sido el resultado de su oferta de bases atractivas para el compositor a través de propuestas que intentan apoyar el proceso de conversión del imaginario a la música. Obsérvense sólo algunas de las principales:
Base teórica: referencia físico-acústica de la materia musical y organización matemática de la misma dentro de estructuras tales como la escala.Base sistémica: área de definición selectiva de tendencias individuales o colectivas encargada de la organización de lo estructural: factura de métodos de escritura melódica, armónica y contrapuntística, útiles para representar la evolución espacio-temporal de la materia musical.Base protocolaria: reglas y convenciones de utilización de un sistema –desde la micro hasta la macro-estructura–, mismas que en épocas pasadas se entendían bajo la noción de retórica, menos justa si se quiere extender a la música actual.Base estilística: caracterización dada al empleo de cada sistema a partir del recurso de capacidades individuales innatas.

La división arriba expuesta es útil para observar la escisión entre lo objetual –teoría— de lo puramente subjetivo —estilo—, entendiendo que el campo de la inevitable interacción objeto-sujeto se da en el sistema. La base teórica de la música es la más estable al depender del avance del conocimiento científico. La base sistémica varía de acuerdo con cada época como parte de la voluntad transformadora de la Academia o de la influencia que sobre ella ejercen las aportaciones del compositor. La base estilística, aun si tiende a depender de la movilidad del sistema, es el aspecto más singular de todos los citados al remitir indefectiblemente al universo íntimo de cada creador. Y sin embargo, teoría, sistema y estilo no constituyen necesariamente lo que se denomina un lenguaje musical. Para aproximarse a dicha noción se requirió tanto del elemento retórico como del protocolario para asegurar el funcionamiento eficaz del sistema como base de transmisión de mensajes.

En tanto que ensayos externos a la voluntad del compositor, la retórica y el protocolo son interferencias de la Academia que se proponen la relación de las bases sistémica y estilística con contenidos de orden subjetivo y cultural. Al ensayar el manejo de la expresión de la música dentro de diversos tonos y fórmulas, la retórica pretendía colocarla en el nivel de un lenguaje. Dicha propuesta requiere controlar al sistema y al estilo para poder atribuirles un rostro expresivo inspirado en la imitación de modelos. Si bien es cierto que desde la Revolución Francesa la retórica tendió a ser mantenida algo más al margen —como ocurre ya con el último Mozart y luego con Beethoven—, los sistemas musicales de la Academia conservaron aquel carácter protocolario, no excluyente de interferencias sobre el universo subjetivo. El rostro expresivo que pretenden ofrecer retórica y protocolo se convierte en máscara o en esqueleto cargados de creencias o de simbolismos que hoy no soportan el análisis crítico. El sentido metafórico de la pretensión retórica de convertir la música a un lenguaje no hace de ésta un sistema de comunicación basado en signos —sonoros o gráficos— capaces de transmitir mensajes codificados. La precisión del código depende de las herramientas lógicas de cada sistema, algo que para Donald Davidson, filósofo del lenguaje, no posee la música al carecer de un elemento indispensable para articular el discurso: la negación.

A lo largo del siglo XX la investigación teórica de la materia musical ha sido propiciatoria de una apertura en lo que se refiere al funcionamiento del sistema. El sistema a su vez ha tendido a escapar de la Academia para quedar en manos de cada compositor, lo que ha implicado dos exigencias principales: una, la de su capacidad de respuesta a los problemas que persistentemente plantea hoy el avance de la teoría musical, y otra, organizar con racionalidad el área de la composición, en tanto que conjunto de metodologías útiles para afrontar al universo imaginario. Al adueñarse de los espacios teórico y sistémico antes reservados a la Academia, el compositor actual ha podido entender de manera renovada al estilo. Es decir, que por encima de los hallazgos que cada individuo pueda hacer dentro de un sistema preconcebido, el estilo ha pasado a ser un espacio más depurado para la manifestación de las tendencias propias del imaginario.

Aun si el tema del imaginario es a todas luces esencial en el dominio del Arte, la revolución de la música nueva no lo ha abordado de manera explícita, asunto que merece ser abordado de manera algo más extensa. Por su potencialidad, es necesario considerar al imaginario musical como el universo propio de percepciones, recuerdos, sueños, o también, por su carga íntima, el afecto. Es posible que los oyentes de la música del siglo XX reconozcan los tres primeros aspectos, si bien no es seguro que todos alcancen a distinguir en ella el elemento emotivo. Varias observaciones son útiles respecto a esta última idea :

El viejo ensayo retórico de proponer el factor afectivo como parte del proceso de transmisión y de recepción resulta aún menos válido hoy que ayer: el pensamiento científico ha contribuido a impedirlo.Como lo ha demostrado el propio público a lo largo de todo el siglo XX, no hay evidencia de que la nueva música haya contado con un mínimo de consenso respecto a la recepción de valores próximos a los que el afecto alcanzara en épocas pasadas.El desarrollo teórico y sistémico de la música de hoy no se ha propuesto la inclusión del elemento afectivo como parte de sus propuestas, o acaso podría no haber logrado la estabilidad necesaria para permitir a los compositores dominar dicho aspecto.

La costumbre de exigir el factor afectivo a la música del siglo XX acaso le haya acarreado un obvio rechazo social, aun cuando es posible que la resistencia hubiese durado algo menos. Una especie de aversión casi unánime a la revolución musical hace suponer que, o bien ésta es la más larga registrada jamás por la historia, o que el siglo XX entró en una música literalmente distinta de todas las demás al fundar nuevos sistemas excluyentes de los elementos retórico y protocolario. Esta última idea puede observarse desde el despertar de la consciencia musical a la que convocan Stravinsky y Schönberg y continúa de manera ininterrumpida hasta hoy, cuando persiste la renovación teórica y sistémica y los estilos personales se hacen más enfáticos.

No obstante, a juzgar por la persistencia de una crítica negativa hacia toda aquella música nueva que se acerca a la edad centenaria, es importante citar los intentos, algo decadentes, de regresar al pasado en busca de valores más próximos a la retórica que al protocolo de los sistemas. Por ejemplo, el surgimiento, en las últimas dos décadas, de una corriente musical postmodernista que ensaya el retorno al valor expresivo de los lenguajes del pasado. Aceptando el éxito momentáneo de intentos de esa naturaleza, es evidente cómo no pueden negar la magnitud y la diversidad de los problemas nacidos de la transformación profunda de la teoría y de los sistemas desde su intensa relación con el avance científico y tecnológico.

El reclamo general que se hace a gran parte de la música actual se concentra en su carencia de una poética, partiendo de la impresión, en buena parte justa, de que los propios creadores han tendido a cancelar el tono afectivo. Dicho tono era llamado en la retórica expresividad musical y luego, disfrazado, musicalidad, término algo confuso que parece entender por música a un terreno propio de las voces afectivas proveniente de su relación con el drama. La música del XX, como ocurrió con la del Renacimiento, ha sido menos dramática que la del XVIII o el XIX, quizá por la crisis permanente de sus bases teórica y sistémica. De ahí que haya tenido menor ocasión de desarrollar sus nexos con el universo de las emociones y que, al cabo de todo el siglo XX, haya evitado afirmar de manera contundente la presencia de los contenidos afectivos en los procesos de transmisión y de recepción.

Y sin embargo, considerar la presencia del afecto como parte de la complejidad de aquellos procesos es útil para toda discusión sobre la substancia del Arte. Ello, a condición de no entenderlos en el mismo nivel que las capacidades de la mente propiamente musicales, como la audición, la percepción, la memoria o la inteligencia, ni tampoco de someterse al dogma o a los artificios de una nueva retórica como respuesta. A pesar de que el problema de la transmisión y la recepción del elemento emotivo constituye uno de los factores de mayor exigencia hacia los creadores y de permanente interés para el público, su discusión no deja de ser difícil. Obsérvense como obstáculos la dependencia que tiene el factor afectivo en música de la reacción individual de cada ser o de cada cultura, el carácter incluso involuntario de las emociones o la propia irracionalidad de éstas frente al pensamiento científico.

La difícil prueba de la recepción de la música nueva ha conducido a lo largo del siglo XX a reflexiones exigentes de lógica y a conductas cuyo contenido ético se alejan del carácter dogmático de la retórica y del protocolo. A pesar del ensayo de racionalidad del sistema dodecafónico, la segunda escuela de Viena encabezada por Schönberg, y seguida con mayor abstracción por Webern, propone protocolos in vitro como los referentes a la manipulación de la serie. Un mayor liberalismo es observable en la obra de Edgar Varèse (1883-1965), quien apoya sus nociones sobre el ruido en la acústica (VARÈSE, 1983). Dentro de una línea similar, Xenakis utiliza métodos matemáticos que contribuyen a autonomizar el proceso de composición (XENAKIS 1971). La corriente innovadora que encabeza Charles Ives (1874-1954) funda, con Henry D. Cowell (1897-1965), una teoría racionalista sobre el tiempo (COWELL 1930) cuya influencia desemboca en la obra musical del norteamericano-mexicano Conlon Nancarrow (1912-1997).

La lógica y la conducta de la mayoría de los protagonistas de la música actual parecen ser más promisorias para el éxito de la recepción objetiva y subjetiva de la obra musical, al dejar al oyente en libertad frente a la metáfora poética contenida o no por cada obra. En contraste con la especulación retórica –de la cual no están exentas algunas manifestaciones de la música de hoy–, el intento de influir en el proceso de recepción musical no ofrece garantía alguna de ser seguido. La abstracción del intento de propiciar en el oyente valores de orden afectivo no aleja a éste de la ocasión de apreciar artísticamente la música de autores como Mozart, por ejemplo. Simplemente, evita dar la clave para acceder a la emoción ante ella, dejando que el proceso de recepción ocurra dentro de la misma soledad o autonomía con la que el espectador se encuentra ante la obra de Cage.

Hacia el imaginario profundo en música

La liberación de la Academia que opera en el siglo XX ha implicado un reacomodo de la relación jerárquica entre los factores que participan en la idea de composición. Si acaso se ha respondido a la novedad por fuera del terreno musical y se ha acudido al pasado, el empeño colectivo ante el reto propició sin duda mayor movilización en la búsqueda de un nuevo equilibrio. Por encima de factores tan visibles como lo teórico, lo sistémico y lo estilístico, la clave para dar con soluciones artísticas no pudo darse sin la contribución esencial del imaginario. Hoy es más evidente que ayer que la inestabilidad misma ha sido parte de la emergencia del imaginario profundo como respuesta legítima a la revolución musical que provoca la caída de los lenguajes del pasado.

La idea de un imaginario profundo entra aquí en juego si se entiende que, ante la crisis permanente de la música, no ha podido evitar su participación a través de experiencias auditivas inéditas, de retos novedosos para la memoria, de procesos de percepción cuya complejidad rebasa lo hasta antes conocido, de propuestas insospechadas para la participación creativa de intuiciones y fantasías, o del ensayo, con frecuencia frustrante, de transmisión de contenidos afectivos. Factores tan dispersos como los arriba mencionados han sido parte indispensable de un proceso crítico de confección de sistemas autónomos como los actuales. Y sin embargo, dentro de ese nuevo universo de la composición la idea de imaginación musical no ha ocupado todavía el sitio protagónico, privilegiado, que aquí intenta dársele. Como si la mirada algo excesiva sobre todas las problemáticas en torno de la música hubiese en cierto modo contribuido a abstraerse de las esencias del imaginario como centro del proceso. Dicha pérdida del centro, en cierta medida excentricidad, ha sido sin duda, también, una de las formas de abolición del Arte.

Para entrar a un terreno algo más general que las ideas anteriores, pido disculpar la referencia que a continuación hago a otros textos en los que he propuesto una aproximación al universo de la imaginación en música, lo que expondré enseguida con cierto detalle (ESTRADA 1994). La especificidad propia de la música tiende a entender por imaginario lo que puede llamarse su tono temperado, el más preciso por su proximidad a la consciencia y por su constante referencia a las experiencias procuradas por la realidad. He aquí tres casos principales:


Memoria. Entendida en música como una capacidad para detener la evolución temporal, la memoria tendería a la fijación del imaginario dentro de múltiples formas. En un sentido operativo, el papel de la memoria en la manipulación de la materia de la música refiere a las posibilidades de transformar al tiempo para permutar su orden, yuxtaponerlo, superponerlo o fusionarlo a voluntad. Mientras, en el sentido de la creatividad, la memoria equivale a la sinapsis que permite la fluidez entre las estructuras de la forma musical —en contraste con la idea de la obra cerrada que guarda un recorrido único sobre el tiempo—.
Modo de sonar. Entiéndase como un producto de la influencia que la música misma ejerce sobre la imaginación. De los aspectos relacionados con el imaginario, aquel que nos indica cómo suena ha adquirido el mayor protagonismo musical. La importancia del factor sonoro en música hace de él un terreno demasiado compartido por experiencias culturales colectivas. Ello hace que el cómo suena de cada música se relacione con lenguajes que permiten interpretarlo desde una organización externa. Así, tiende a entenderse con frecuencia la imaginación musical a partir de una herencia sonora transmitida por generaciones.
Apariencia. La idea se relaciona con el aspecto que adopta lo fantaseado al ser convertido a recursos instrumentales, texturas u otros. El proceso de imaginar no puede deslindarse totalmente del cómo se materializa la idea musical, esa apariencia que da tono de realidad a lo antes percibido de forma nebulosa. Lo frecuente en composición, sin embargo, es el fantasear la música como si ésta fuese ya parte del mundo real y con una claridad relativa que nos deja oír su instrumentación, suponer su textura, o incluso visualizarla en forma escrita, como proponía Schumann. El ensayo de anticiparse a la conversión de la imaginación tiende a provocar una representación prematura, sujetando la fantasía al sistema traductor en vez de al mecanismo generativo de la música.
Frente a su aspecto temperado, concreto, el carácter irreal del imaginario, su tono nebuloso, parece esencial para dejarle transcender en los intentos de representación. Para ello es importante considerar la apariencia que el imaginario tendría desde el punto de vista perceptivo, por encima de la que pudiese darle el sistema musical. La relación con nuestras fantasías no es totalmente abstracta, ya que puede encontrar siempre referencias físicas más o menos precisas a las cuales convertirla. En cierta manera, se trataría de entender al imaginario como una analogía exagerada de la realidad a través de evocaciones que lo emparentarían con la materia misma, como si fuera sólida, líquida o gaseosa. De hecho, el imaginario puede ir muy lejos a veces, pero no tanto como para disociarlo totalmente de experiencias hechas en el mundo real. Lo etéreo o lo monstruoso de los sueños son parte de su carácter nebuloso e irreal, y aun cuando su materia pareciera distanciarse de la realidad, no dejarían de ser una forma delirante de la misma. De ahí el interés de observar con agudeza aquellas calidades eminentemente físicas que dejan vincular la imaginación a la realidad a partir de analogías útiles para intuir perceptivamente el estado aparente de lo fantaseado.
La diversidad de miras ofrecida por la ciencia contemporánea ha exigido ahondar en la búsqueda de una mayor racionalidad para permitir la liberación del imaginario. Véanse dentro de dichas perspectivas la del cada vez más experto ensayo semiológico de comprender los procesos de transmisión y de recepción musical o el análisis de contenidos imaginarios en la mente del creador musical, como he propuesto en mis investigaciones desde 1980. Bajo esa última búsqueda propongo considerar al imaginario profundo como un factor básico que parece portar toda música y cuya importancia encubrían la retórica y el protocolo. La apariencia nebulosa del imaginario, entendida como la presencia de factores eminentemente subjetivos se relaciona mejor con el legado musical profundo desarrollado a lo largo de la historia, como aquello que percibimos del imaginario del otro. Obsérvense algunas ideas:
Tendencia perceptiva. Las tendencias propias de la percepción se entienden aquí como formas en las que se funden interiormente las capacidades auditivas y las de una organización racional. En composición, la tendencia perceptiva revela en cierta manera al estilo característico de cada música, al sistema que puede generar la propia percepción o al tipo de percepciones que ésta tienda a estimular. Por ejemplo, lo propio de Stravinsky o de Schönberg en cuanto a un estilo y un sistema en ciernes parecería originarse en aquella tendencia perceptiva en la que coinciden lo innato y lo adquirido para ser parte de cada imaginación, de ese particular modo de oír que se da en cada músico. La idea de la tendencia perceptiva como una esencia del imaginario en composición puede ilustrarse a través de lo que, en lo personal, supongo respecto a características de la percepción musical de tres compositores contemporáneos distintos:
a) la constante acumulación de melodías o armonías en Ligeti —escuchadas como ecos, reverberaciones o resonancias— parecería conducir a una percepción auditiva de carácter retentivo, cuyos procesos podrían asociarse a una importante participación creativa de la memoria;b) las imitaciones canónicas en Nancarrow a partir del juego entre diversos tempi —propias de una organización que se anticipa a la evolución temporal de la música— enfatizarían paradójicamente el efecto de percepción del tiempo, en este caso dando una ilusión de perspectiva;c) la formación de nubes sonoras en Xenakis —relacionable con una idea probabilista del caos como parte de un macro-proceso hors temps — induciría a eliminar la percepción de la evolución del tiempo y a ofrecer imágenes de una construcción más enfática del espacio.
Cada uno de dichos casos podría indicar que sus respectivos modos de estructuración quizá provendría de la manera de vivenciar la experiencia perceptual de cada imaginación. Por encima del estilo propio de cada uno, aquellas otras señales dejarían distinguir aspectos importantes de la creatividad musical.
En la percepción se da una conjunción de capacidades innatas y de experiencias adquiridas cuya interrelación compleja podría determinar en buena parte el carácter singular de cada imaginación. Desde la óptica de la audición de lo interior es posible aproximarnos a una síntesis del modo de oír que fusiona inevitablemente lo singular con lo individual. Podemos pensar que toda exploración que se propusiera desarrollar dichas tendencias perceptuales en los procesos de composición contribuiría a guiar la identidad intransferible de cada concepción musical. Es cierto que la inasibilidad de las percepciones de lo imaginario no dejará alcanzarlas con toda plenitud, si bien la neutralidad de la base teórica y la flexibilidad del sistema darán mayor margen de incorporarlas a nuestras inmersiones en el imaginario.
Potencial analógico dinámico. Un ejemplo de la relación entre el imaginario profundo y la música misma es el que puede ofrecer el potencial analógico compartido por uno y otra. Entiendo por potencial analógico dinámico a las evoluciones de orden temporal y espacial transportadas a través de la música bajo la forma de movimientos. En apoyo de esta idea considérese cómo los sistemas del pasado buscaban crear la sensación auditiva de movimientos, sensación que al ser percibida por el oyente, remitía a imágenes de dinámica análoga a las que probablemente tenía interiormente el propio compositor. Tómese el caso de los últimos compases de la Séptima Sinfonía de Beethoven, cuando el compositor se sirve de los recursos más eficaces del sistema para crear, con la repetición de un motivo descendente de cuatro notas y su transposición súbita hacia el grave, como si se tratara de la precipitación arremolinada de un objeto a causa de la gravedad terrestre. Es probable que la audición que tengamos de dicho momento tienda a percibir su dinámica a través de imágenes que se mueven de formas igualmente turbulentas y que éstas hayan sido originadas por una vivencia similar en el imaginario del propio Beethoven.
Sin ser algo explícito en los sistemas de tipo tonal, algunos de sus términos técnicos denotan sabiduría respecto de la experiencia de percepción al asociarse con la conversión del potencial analógico imaginario a transformaciones eminentemente dinámicas de la materia musical. Para ilustrar lo anterior, considérense como ejemplo de analogías de tipo dinámico algunas de las ideas a las cuales tiende a referir la tradición:
medición intuitiva del tiempo —v.g. velocidad, aceleración, desaceleración— o del espacio —variaciones entre lo agudo y lo grave—,sensaciones asociadas a la evolución temporal —”retardos”, “anticipaciones”, apoggiaturas, “cadencias”—, o a la espacial —aumentos o disminuciones de densidad —,sensaciones de tiempo-espacio —creación de ambientes sonoros producto de la combinación de resonancias armónicas o del desfasamiento melódico propio del contrapunto imitativo—.
La percepción de movimientos tiende a dar una sensación viva de lo escuchado. Piénsese en la audición de la música de otros cuando ésta es traducida por la imaginación del oyente como formas en movimiento cuyo valor dinámico ayuda a acercarnos a veces al imaginario que las ha producido. La audición de la propia música a nivel imaginario infiere en gran parte a este proceso dinámico, capaz de indicar, dentro del espacio físico mental, la posición que ocupa lo escuchado en el universo privado. La percepción auditiva de lo dinámico alcanza a convertirse en sensación de cambio energético. Bajo esa forma, la creatividad musical se enlaza con otras artes del tiempo o con formas de imaginar en disciplinas como la física, por ejemplo, sin necesariamente desviarse de la música misma. La conversión de lo oído a imágenes en movimiento no excluye el proceso recíproco: encontrar una analogía auditiva a partir de la percepción de movimientos. Dentro de esa dimensión dinámica del pensamiento creativo, podría entenderse la música como una evocación analógica del movimiento percibido en la mente o en la realidad. Piénsese una vez más en el Requiem de Mozart, cuyo Confutatis muestra una obstinada articulación en los graves.Una alternativa de interpretación de aquel ostinato podría entenderlo desde la perspectiva de una posible alusión a una pulsión física, que en el contexto del duelo es asociable al ritmo del estertor.
Potencial analógico dramático. La misma capacidad de reproducción del potencial analógico puede servir para aproximarse al factor psíquico relacionado con la comunicación de tonos dramáticos. Considérese aquí el caso paradigmático de la escritura musical mozartiana para la voz : Es cierto que el estilo de Mozart conserva algunos elementos de orden retórico, como el énfasis galante en ciertos acentos de la voz, u otros de orden protocolario, como puede apreciarse en la ópera, por ejemplo, con la overtura o el recitativo. No obstante, el elemento transcendente en sus óperas proviene de una aguda capacidad de imitación del carácter psíquico de los personajes. La procedencia analógica de dicho recurso dramático hace que los tonos de Don Giovanni, por ejemplo, sean el producto de la imitación precisa del modo de moverse que da carácter a cada voz. Retórica o protocolo musicales no son ahí sino una materia superficial en la voz, mientras que en el fondo ésta deja oír su identidad con entonaciones sutiles propias del habla. ¿Acaso se encuentra ahí la substancia de la emoción que algunos escuchan en la música? Quizá en el nivel de la percepción del imaginario del propio Mozart y en el del mismo oyente, dentro de una experiencia compartida a través de la materialización de una analogía. El potencial analógico dramático de la música parece ser entonces aquel ensayo de reproducir al imaginario con la mayor precisión permitida por las herramientas del sistema musical.
El estado psicológico asociado a la experiencia en que se presenta una fantasía interior ocurre dentro de un ambiente mental de la vivencia subjetiva del imaginario en composición. Por ejemplo, se supone que el Requiem (1791) de Mozart fue concebido dentro de un ambiente mental de duelo en el que coincidirían intensamente el texto litúrgico y la psique del compositor. Por su parte, el sistema no es ajeno al estilo litúrgico y es obvio en apoyos para el proceso de recepción cultural. Al igual, la predisposición del oyente por la noción de pérdida podría adaptarse a una recepción auditiva en la que lo cultural predomine sobre lo íntimo. A pesar de todo ello, parece ser que creemos en Mozart porque, incluso por encima de nuestro conocimiento del texto, tenemos la sensación de que el Requiem captura el ambiente mental del duelo oído en la Lacrimosa. La recepción depurada del duelo puede ocurrir desde una intuición auditiva profunda, la escucha arquetípica, la misma que permite a la madre reconocer cada distinto tono del llanto en su criatura. Por fuera de lo racional, la intuición tiende a traducir el sentido de las inflexiones de la voz ajena como si se tratara de la nuestra. El equilibrio entre representación social y vivencia íntima parece, en Mozart, convertir al estado mental en el fluido conductor del sistema musical para guiarlo hasta producir la voz del Requiem.
La creación desde la búsqueda
Aquel conjunto de factores identificados aquí con el tono nebuloso del imaginario constituyen parte del proceso de captura mental de sus mensajes y de su dinámica imprevisible. Ello recuerda en cierta manera al improvisar, en el sentido de convocatoria abierta a la plena disponibilidad del conjunto de los recursos mentales —operaciones de cálculo, de percepción o de memoria— capaces de convertir la imaginación a la realidad. En términos generales, podría convenirse que el fantasear sin previamente “negociar” un sistema de conversión daría un acceso más directo que permitiría pasar de lo general —la percepción del evento imaginado— a lo particular —su definición gradual—. Para ello se requeriría que el sistema pudiese abrirse al máximo el carácter intenso que da la aventura en el universo interior. Una vez logrados tales procesos no sería imposible el volver a un camino que condujera a hacer del nuevo conocimiento un sedimento tendiente a esquematizarse. Ello pediría una múltiple prevención, que podría cifrarse en una apertura permanente a la vivencia del imaginario, un perfeccionamiento de las capacidades perceptuales y una revisión y búsqueda constante de teorías, técnicas o metodologías que brindasen recursos inéditos para refrescar nuestra relación con aquel universo esencial.
La retórica servía de interpretación subjetiva al sistema; sin embargo, no servía necesariamente a la plena subjetividad de quien lo utilizaba. Por el contrario, el imaginario profundo puede ser la base más legítima servir al diseño o al perfeccionamiento de un sistema musical individualizado. Este último adquirirá a su vez la condición de un lenguaje íntimo, entendido en el sentido de una metáfora creativa, por su correspondencia con los deseos, conscientes o velados, del imaginario profundo.
La turbulencia provocada por el vaivén permanente entre procesos liberadores, como la aproximación abierta al imaginario y los procesos racionales fundadores de nuevas teorías y sistemas, ha hecho de la música del siglo XX una larga transición, caótica a la vez que ordenada. Ambas tendencias, la liberadora y la racionalizadora, pueden ser explicitadas aquí para entender mejor ahora la importancia de su interacción:
La idea de liberar las pulsiones del imaginario entiende a éste como el elemento potenciador de la creatividad individual. El mundo intransferible de las fantasías auditivas libres conduce a la noción de una “inspiración eminentemente primaria” anterior al intento de conversión. Es decir, fantasías auditivas ajenas a toda intención de traducirlas de inmediato a los recursos de un sistema dado. De modo similar a la propuesta psicoanalítica freudiana, la aproximación consciente al mundo del imaginario musical —aquí sin interés en lo patológico— es útil para desvelar señales de una psique hecha de sensaciones, recuerdos, percepciones y afectos.Antípoda del universo imaginario, el racional es entendido como doble factor de equilibrio. Primero, para propiciar una investigación eminentemente objetiva sobre los fundamentos físico-acústicos de la materia musical o los métodos más apropiados para su organización, de tipo matemático u otro. Segundo, para poder desvelar el carácter intangible de dichas señales que, al igual que con los sueños, no parecen perder su relación indisoluble con la materia física. Aquellos estados sólido, líquido y gaseoso pueden asimilarse a su vez a las formas en que se presenta la materia misma; por ejemplo, de formas discontinua, como la estructura cristalina de los sólidos, o continua, como el carácter ondulatorio de los líquidos o los desplazamientos aleatorios de los gases.
Para acercarnos al aquéllo, ese universo nebuloso y fugaz del imaginario, se requiere preservar su condición íntima, lo que exige hacer abstracción de toda fórmula preconcebida que indique cómo traducirlo. El proceso aquí perseguido pide entonces cumplir con dos condiciones para lograr interpretar la percepción de las fantasías musicales:
una será semejante al intento que el físico o el matemático emplearían para descifrar eventos de la realidad o estructuras abstractas desde representaciones interiores;la otra será parecida a la que utilizarían el filósofo o el psicólogo en su intento de comprender aquellas representaciones de la mente.
Una descripción rigurosa y precisa del cómo suena lo fantaseado, vibra, se mueve, evoluciona en la mente o es asociado incluso a imágenes o a sensaciones, podría ser útil para captarlo al igual que para facilitar su integración a una escritura apropiada, cuando no a invitar a diseñar el sistema que sirviera mejor a la causa. Es ese el camino que hoy parece convenir mejor, con apoyo de nuevas teorías fundamentales y de métodos propicios para abrir la música al imaginario profundo, esa nebulosa que hoy llamamos belleza actual, también esa otra nebulosa arquetípica que, por encima del curso del tiempo histórico y de los espacios culturales, puede ligar al ser con una libertad creativa que no puede ser olvidada o, si se quiere aquí, abolida.


Bibliografía


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Discografía
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