miércoles, 23 de julio de 2008

Confluencias

Yo veía a la noche como si algo se hubiera caído sobre la tierra, un descendimiento. Su lentitud me impedía compararla con algo que descendía por una escalera, por ejemplo. Una marea sobre otra marea, y así incesantemente, hasta ponerse al alcance de mis pies. Unía la caída de la noche con la única extensión del mar.


Los faroles de las máquinas iluminaban en planos zigzagueantes y comenzaban a oírse los ¿quién vive? Saltaban las voces de garita en garita. La noche comenzaba a poblarse, a nutrirse. De lejos, la veía como atravesada por incesantes puntos de luz. Sudividida, fragmentada, acribillada por las voces y por las luces. Estaba lejos y sólo sentía los signos de su animación, como un parloteo secreto en un fondón cerrado en la noche. Lejana y habladora, maestra de sus pausas, la noche penetraba en el cuarto donde yo dormía y sentía cómo se extendía por mis sueños. Apoyaba la cabeza en un oleaje que llegaba hasta mí en un fruncimiento de una levedad inpresable. Sentirme como apoyado en un humo, en un cordel, entre dos nubes. Y yo dando vueltas en esa inmensa piel, que mientras yo giraba se extendía hasta las muscíneas de los comienzos.


De niño esperaba siempre la noche con innegable terror. Lo era, desde luego, para mí, el cuarto que no se abre, el baúl con la llave perdida, el espejo donde alguien se sitúa a nuestro lado, una forma de tentación. No era la provocación para una aventura, ni la fascinación en la línea del horizonte. No iba a horcajadas sobre la noche cuando se retiraba, ni tenía que reconstruir para el otro sueño diurno, los fragmentos míos que la piel de la noche había dejado incomunicados sobre la cama.


La inmensa piel de la noche me dejaba innumerables sentidos para innumerables comprobaciones. El perro que durante el día había pasado muchas veces por mi lado sin casi haberme fijado en él, ahora, durante la noche, está a mi lado como adormecido, y es entonces cuando lo miro con la mayor fijeza. Compruebo el fruncimiento de su piel, cómo mueve el rabo y las patas queriendo apartar moscas inexistentes. Ladra dormido y enseña los dientes colérico. En la noche tiene enemigos invisibles que continúan fastidiándolo. Sus reacciones coléricas anteriores no dependen del homólogo de sus motivaciones diurnas. No depende en la noche de motivaciones, sino, sin saberlo, está engendrando innumerables motivaciones en la piel de la noche que me cubre.


La noche se ha reducido a un punto, que va creciendo de nuevo hasta volver a ser la noche. La reducción- que compruebo es su mano. La situación de la mano dentro de la noche, me da un tiempo. El tiempo donde eso puede ocurrir. La noche era para mí el territorio donde se podía reconocer la mano. Yo me decía, no puede estar como en espera la mano, no necesita de mi comprobación. Y una voz débil que debía estar muy alejada de unos pequeños dientes de zorritos, me decía: estira tu mano y verás como allí está la noche y su mano desconocida. Desconocida porque nunca veía un cuerpo detrás de ella. Vacilante por el temor, pues con una decisión inexplicable, iba lentamente adelantando mi mano, como un ansioso recorrido por un desierto, hasta encontrarme la otra mano, lo otro. Yo me decía, no es una pesadilla, más lentamente, pues puede ser que estés alucinando, pero al final mi mano comprbaba la otra mano. El convencimiento de que estaba allí, hacía decrecer mi angustia, hasta que mi mano volvía otra vez a su soledad.


Ahora, casi después de medio siglo, es que puedo esclarecer y hasta dividir en diversos momentos, mi nocturna búsqueda de la otra mano. Mi mano caía sobre la otra mano, porque ésta esperaba. Si la mano no hubiera estado allí, el fracaso, un miedo, desde luego, hubiera sido superior al miedo engendrado porque la mano estaba allí. Un miedo desconocido dentro de otro. Miedo porque está la mano y posible miedo por su ausencia.


Después supe que en los Cuadernos de Rilke estaba también la mano, y después supe que estaba en casi todos los niños, en casi todos los manuales de psicología infantil.


Ahí estaba ya el devenir y el arquetipo, la vida y la literatura, el río heraclitano y la unidad parmenídea. ¿Retirar la mano? ¿Disminuir mi terrible experiencia porque ya otro la había sufrido? ¿Convertir una experiencia decisiva y terrible en simple juego verbal, en literatura? El tiempo transcurrido me da una solemne lección: el convencimiento de que nos sucede, le sucede a todos. Esa experiencia de la mano sobre la mano seguirá siendo en extremo valiosa, aunque todas las manos extendidas se encontrasen con todas las manos de lo invisible.


Era una experiencia tan decisiva, que aunque la misma aparezca incluida como psicología infantil, todavía hay noches de la otra mano, las de la aparecida. Habrá siempre la noche en que acude la otra mano y las otras noches en que la mano permanece yerta sin ser visitadas.


No solamente esperaba la otra mano, sino también la otra palabra, que está formando en nosotros un continuo hecho y deshecho por instantes. Una flor que forma otra flor cuando se posa en ella el caballito del diablo. Saber que por instantes algo viene para completarnos, y que ampliando la respiración se encuentre un ritmo universal. Inspiración y espiración que son el ritmo universal. Lo que se oculta es lo que nos completa y es la plenitud en la longitud de la onda. El saber que no nos pertenece forman para mi la verdadera sabiduría.


La palabra en los instantes de su hipóstasis, el cuerpo entero detrás de una palabra, una sílaba, un fruncimiento de los labios o una irregularidad inopinada de las cejas. El residuo de lo estelar que había en cada palabra se convertía en un momentáneo espejo. Una arenilla que dejaba letras, indicaciones. Una palabra solitaria que se hacía oracional. El verbo era una mano excesiva en sus transpiración, un adjetivo era un perfil o una mirada de frente, los ojos sobre los ojos, con la tensión de la oreja alzada del gamo.


Cada palabra era para mí la presencia innumerable de la fijeza de la mano nocturna. Es la hora del baño, vamos a almorzar, a dormir, tocan la puerta, eran para mí como inscripciones que engendraban incesantes evaporaciones, inmutables y obsesionantes esbozos de novelas. Eran larvas de metáfora, desarrolladas en indetenible cadeneta, como una despedida y una nueva visita.


La espera y llegada de la mano iniciaba la cadena verbal, o en el interminable desarrollo se encontraba la mano nocturna. A veces la espera de la mano era infructuosa y eso alejaba desmesuradamente una sílaba de la otra, una palabra de su otra compañera de navegación. Era un momentáneo vacío por lejanía, que engendraba tanto en una espera anhelosa como en un paradojal vacío de buen consejo. Era como una jugada que se volcaba, yo diría mejor que se derrumbaba, sobre un tablero desconocido. Una inquietante jugada verbal, porque algo se adelantaba, algo retaba y lanzaba su llamada, sobre una red que mostraba un solo pez afanoso de amigarse con todos los peces.


Encontraba así en cada palabra un germen brotando de la unión de lo estelar con lo entrañable, y como en el final de los tiempos la pausa y el henchimiento de cada uno de los instantes de la respiración estarán ocupados por una irremplazable palabra única. En cada palabra habrá un germen sembrado en los vasos comunicantes de la oración, pero en ese mundo el germen verbal, como en la sucesión del espacio visible e invisible de la respiración, logra el asombro connatural en el hombre de una coordenada temporal. Lo estelar, aquello que los taoístas denominaban el cielo silencioso, necesitaba de las transmutaciones en las entrañas del hombre, el horno de sus entrañas, sus secretas e íntimas metamorfosis en relación con las cuales existió tal vez el misterioso ojo pineal, el extinto espejo interior reconstruido por los griegos como ser, como el pascaliano moi haissable, como el unificado yo de los alejandrinos, que después adquirirá su expresión más alta en el agustiano logos spermatikos, la participación de cada palabra en el verbo universal, participación que atesoraba una respiración, que une lo visible con lo invisible, una digestión metamorfósica y un procesional espermático, que trueca el germen en verbo universal, complementaria hambre protoplasmática que engendra la participación de cada palabra en una infinita posibilidad reconocible.


Pero el hombre no sólo germina sino también elige. Yo subrayaría la semejanza entre esos dos hechos que son para mí igualmente misteriosos, pues al elegir damos comienzo a un nuevo germen, sólo que como está en más directa relación con el hombre, le llamaremos acto. En la dimensión poética realizar un acto y elegir son como una prolongación del germen, pues ese acto y esa elección están dentro de la llamada conciencia palpatoria de los ciegos, si así me atrevo a llamarla es con el convencimiento de una mínima aproximación.


Es un acto que produce y una elección que verifica a contracifra en la sobrenaturaleza. Una respuesta a una pregunta que no se puede formular, que ondula en la infinidad. Una incesante respuesta a la terrible pregunta del demiurgo, ¿Por qué llueve en el desierto? Acto y elección que se verifican en la sobrenaturaleza. Ciudades a las que el hombre llega y no puede luego recontruir. Ciudades edificadas con una lentitud milenaria y cortadas y destruidas desde la base en el instante de un parpadeo. Hechas y deshechas con el ritmo de la respiración Unas veces deshechas por el descanso súbito de lo estelar y otras hechas como una momentánea columnata de lo telúrico.


¿Qué es la sobrenaturaleza? La penetración de la imagen en la naturaleza engendra la sobrenaturaleza. En esa dimensión no me canso de repetir la frase de Pascal que fue una revelación para mí, "como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza"; la terrible fuerza afirmativa de esa frase, me decidió a colocar a la imagen en el sitio de la naturaleza perdida de esa manera frente al determinismo de la naturaleza, el hombre responde con total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruída.


¿Moran en una ruina? ¿Son cómicos en vacaciones? ¿Hay ahí un pintor? Miramos el cuadro de Goya, la gruta, una de sus menos vistas y mejores telas. Al fondo, el cielo cárdeno y las nubes acabalgadas del Greco, contrastaban con el sosegado vuelo de las colombas. Tapadas con el mantel, o por debajo de la mesa se ocultan para que las palomas se acerquen. Es un coliseo en ruinas, una plaza deshabitada, ala derrumbada de un convento. Frente a esa desolación han instalado un merendero donde un aparecido cubierto por un mantel picoteado por las palomas, engendra expectación y gracejo. Es un espacio desconocido y un tiempo errante que no se aposenta sobre la tierra. Sin embargo, paseamos en ese aquí y transcurrimos en ese ahora, y logramos reconstruir una imagen. Es la sobrenaturaleza.


No se manifiesta la sobrenaturaleza tan sólo por inervención del hombre en la naturaleza, tanto el hombre como la naturaleza, cada uno por su riesgo, concurren a la sobrenaturaleza. Entre los tártaros los niños muertos se casan. Se dibujan en finos papeles los guerreros que asisten a las bodas, los intrumentistas, los familiares portando las jarras para las libaciones. Firman los presentes y se conservan las dirmas en archivos muy vigilados. Ambos familiares de los niños muertos, procuran acompañarse, viviendo en la vecinería. Entrelazan sus bienes y se cumplen las fiestas de ritual. He ahí la vida bullendo en torno de los muertos y la pareja de niños muertos penetrando en la vida. Es la réplica a la afirmación de los morfólogos de la escuela goethiana, de que toda especie al perfeccionarse, engendra una nueve especie, de la misma manera la naturaleza al acrecer por la imagen aportada por el hombre, llega al nuevo reino de la sobrenaturaleza.


En las mastabas egipcias una puerta quedaba abierta para recibir el viento magnético del desierto. Vientos genéticos que siguen recibiendo los muertos. La penetración piramidal hacia el norte, en la tierra quemada, hacía que la cámara de la reina fuese construida con la orientación más favorable a la recepción del viento magnético en el desierto genesíaco. Por eso he creído que la construcción de las pirámides, no sólo perseguía la finalidad de ser el más perdurable recinto de los muertos, sino cámara genesíaca de los reyes para procear aprovechándose del viento magnético del desierto. Así se lograba la más verídica sucesión entre los reyes muertos y los reyes vivientes. Unas tras otras iban las pirámides adelantándose en la tierra quemada, en la región de los muertos, como el humus, la tierra fangosa era habitada por los vivientes, así al borde mismo de la muerte, la genesíaca cámara de la reina recibía la plenitud dle viento magnético al cual son tan sensibles los fantasmas magnético, al cual son tan sensibles los fantasmas elásticos, de Baudelaire, los gatos, divinizados de la cultura egipcia.


Para los egipcios, el único animal hablador era el gato, decía un como que lograba unir las dos puntas magnéticas de su bigote. Esos dos puntos magnéticos, infinitamente relacionables, están en la raíz del análogo metafórico. Es un relacionable genesíaco, copulativo. Únase los puntos magnéticos del erizo con los del zurrón, en ejemplo que nos es muy querido, y se engendra una castaña. El como magnético despierta también la nueve especie y el reino de la sobrenaturaleza.


La sobrenaturaleza poco tiene que ver con el protón pseudos, la mentira poética de los griegos, ya que la sobrenaturaleza no pierde nunca la primordialidad de donde procede, pues suma el uno indual, ya que el hombre es imagen, participa como tal y al final se encuentra con la aclaración total de la imagen, si la imagen le fuera negada desconocría totalmente la resurreción. La imagen es el incesante complementario de lo entrevisto y lo entreoído, el temible entredeux pascaliano sólo puede llenarse con la imagen.


El horror vacui es el miedo a quedarse sin imágenes, en las epocas en que predominaba la finitud combinatoria y pesimista de corpúsculos sobre la ruptura espiraloide del demiurgo. En numerosas leyendas medievales aparece el espejo que no devuelve, la iamgen del cuerpo dañada o demoníaca, ya que cuando el esepejo no habla el demonio enseña su lengua saburrosa.









Lezama Lima

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