Julio Estrada“México necesita dar una respuesta que no surja de Europa” “La música es tiempo y memoria”
Por Concha Pérez Rojas
“¿Es un loco o es un genio?”, me preguntaron, años atrás, al término de una conferencia de Julio Estrada en México. Como compositor y como investigador, Estrada tiene a sus espaldas una de las trayectorias más amplias y brillantes del panorama musical actual. Condecorado por el gobierno francés con la Orden de las Artes y las Letras (1981, 1986), sustituye en 2001 a Xenakis en el Centro de Música Matemática y Automatizada de París. En varios países, ha enseñado a músicos y cantantes a interpretar sus partituras, y ha creado escuela. Hijo de exiliados españoles de la dictadura franquista en México, la nostalgia de una España en buena parte desconocida se le pasea a Estrada por la mirada, por la voz y por el oído: vale decir, por el afecto. Creador que declina el apelativo de compositor, a sus sesenta y dos años, Julio Estrada tiene la mirada clara del niño, el brazo cercano del hombre, las suelas partidas del viejo.
Parece de rigor que comience preguntándote: ¿acabaste la ópera Pedro Páramo?
Estoy en la fase final de escritura, y está previsto que se estrene en Madrid, en el Teatro Español, en mayo del próximo año. Los meses siguientes, se estrenaría en Stuttgart, México, Basilea y Estocolmo.
Ya la primera parte, Doloritas, fue galardonada por Radio Nacional de España en 1992: “quasi una ópera radiofónica”, como la llamaste entonces
La aceptación de Radio Nacional me permitió poner en marcha el proyecto. Sin embargo, la versión definitiva se titulará Murmullos del páramo, y en ella canto. Mi propósito al crear la ópera es desvelar la presencia de esos murmullos, que inicialmente daban título también a la novela, y mostrar al Rulfo creador sonoro, además del literato.
“Me mataron los murmullos”, que dijera el novelista. ¿Qué significa ser muerto por los murmullos?
“Me mataron los murmullos”, que dijera el novelista. ¿Qué significa ser muerto por los murmullos?
Escuchar en tu propia memoria los recuerdos de tu dolor y del dolor que desarrollas en la vida, frente a la muerte; escuchar el dolor de los más cercanos, y sentirlo por el sonido: el murmullo. La idea de Rulfo es encontrar a todos en una suerte de inframundo donde se escuchan fósiles resonantes. La muerte genera el encuentro y da nacimiento a la frase de Juan Preciado: “Cuando me encontré con los murmullos, se me reventaron las cuerdas” esas cuerdas de la voz, que, al romperse, producen un murmullo.
A propósito del dolor, alguna vez has mencionado el sufrimiento de tu familia a causa de la Guerra Civil, y cómo, al igual que Rulfo, entraste a la vida por la vía del duelo.
Mi visita a Madrid para hacer la versión radiofónica de la ópera fue también un encuentro con mis fantasmas. En aquella época, comencé a descubrir los lugares donde había vivido mi padre, y hasta mi abuela, que era malagueña y sólo había visto rígida en una foto que no me decía nada y que se convirtió en un ser queridísimo cuando alguien me dijo cómo hablaba y pude imaginar su voz. Los recuerdos se fueron haciendo cálida presencia. Lo que había sido una familia en abstracto, inexistente por desconocida, se tradujo en fantasmas vivos, no en memoria, sino en mi vida, en mi pensar y en mi emoción.
Sueles decir que es el sonido el que te mueve al afecto. En cierta forma, ¿somos lo que sonamos?
Entiendo la música, cada vez más, como una extensión de las emociones que nos permite comunicarnos con los otros, a menudo, más intensamente que de forma táctil o visual. Al entrar al oído del otro estamos en su mente. Desde que tengo recuerdos, oír era lo único que me interesaba. Mi hermano, que después quiso ser ingeniero, arreglaba una radio, y yo me sentaba junto a él para oír la música. Así la descubrí solo: Beethoven y tantos otros.
Tu inclinación a la música parecía, aparte, predeterminada.
Un hermano de mi madre, Luis, que fue fusilado en Burgos cuando tenía 20 años, tocaba el violín. Luis era para mi madre un fantasma difícil de superar y, cuando supo que yo quería ser músico, evitó hablar de él para no reforzar mi vocación. Fue mi padre quien me lo dijo mucho después, cuando tenía yo treinta y tantos años. No me sorprendió demasiado, porque siempre tuve la percepción de que mi vínculo con la música rebasaba las fronteras de mi propio ser y de mi cuerpo, y venía de algo distante. No sé hacer otra cosa que música. Todo lo que he hecho está vinculado a ella, incluso si han sido estudios en matemáticas, física, psicología o filosofía.
Antonio Machado hablaba de “las dos Españas”. Pero de la Guerra Civil surgieron, sin duda, muchas más de dos: las de dentro, y aquellas otras que se formaron en el exilio. Aunque tú ya naciste en México, tus padres fueron allá como emigrantes durante la dictadura franquista. ¿Cómo fue tu vivencia de ese exilio?
Me alegra que hables de esa otra España, la España de fuera, porque poco se habla de ella. Y me da rabia, cuando estoy en la España de dentro, ver nombres de supuestos héroes que escribieron una parte de la historia de esa sociedad, y no ver el nombre de tantos otros que la defendieron. Quisiera ver un día el nombre de mi padre en una calle, así sea modesta: fue un intelectual opuesto tempranamente a la monarquía que, como militar leal a la República, al iniciar la Guerra Civil hizo la defensa de Madrid como primer jefe de Estado mayor, luego como jefe del Segundo Servicio de Información; luchó y perdió con una integridad e inteligencia extraordinarias. Todavía hay quienes le recuerdan. Sus archivos, recuperados hace una decena de años, constituyen uno de los acervos más ricos para documentar el periodo de la guerra. No obstante, poco se conoce su producción intelectual, visionaria, uno de cuyos textos, Democracia sin partidos, refleja la decepción que produjeron en España los partidos políticos antes y durante la guerra.
Hubo mucha gente que luchó por la República, que tuvo la lucidez de defender la libertad y la democracia, y cuya experiencia ha sido poco asimilada por la España de dentro, cuya historia puede enriquecerse de integrar la España que quedó fuera, aunque.
Hubo mucha gente que luchó por la República, que tuvo la lucidez de defender la libertad y la democracia, y cuya experiencia ha sido poco asimilada por la España de dentro, cuya historia puede enriquecerse de integrar la España que quedó fuera, aunque.
Ese sentimiento de pertenencia, ¿hasta qué punto involucra a los descendientes? Seguramente, hijos y nietos de exiliados acaban entablando con el país en que viven un vínculo singular.
Nunca me sentí mexicano en mi niñez, porque mis padres estaban esperando que cayera la dictadura aquí para volver. Éramos una familia muy pequeña, un claustro familiar intenso que, junto con otros claustros familiares de amigos de mis padres, alimentaba la resistencia interior de defender España, de querer ser españoles y preservarse como tales. Mis padres me enseñaron a pronunciar la zeta y la ce. De niño, me costó mucho trabajo ser mexicano, pero a los veinte años dejé de cecear cuando, un día de visita en la catedral de Burgos, señalé a mi madre un haz de luz extraordinario; estaba lleno de moscas, le dije, pero su respuesta fue: “Sí, pero son moscas españolas”, exagerada visión del exilio que sufrió mi madre y que me obligó a cambiar de tono.. No obstante, , con buena intuición, de niño evité limitarme al ambiente de los refugiados españoles. México era una realidad. A diferencia de la mayoría de hijos de exiliados, que estudiaban en los colegios Madrid o Luis Vives, yo estudié primero en un colegio Montessori que me sirvió para ser maleducado toda la vida, y luego en las escuelas del Estado mexicano, que si no me mejoraron sí me adaptaron.
En tu música, de hecho, es fundamental la mirada al pasado indígena de México, a sus raíces.
Me duelen de igual forma el daño que hicieron a mis padres exiliados como el que los españoles hicieron en México durante la Conquista: exilaron a los mexicanos de su propio pasado. Bajo ese ángulo, identifico esa sociedad rota con cualquier otra, y da lo mismo que sean españoles, mexicanos o palestinos.
Cuando marchaste a vivir a los Estados Unidos, llevaste los sonidos de México, incluso, para hacérselos escuchar a tus hijos.
No, me llevé un disco con la voz de Juan Rulfo. Y, cuando debía tratar en clase la música mexicana, prefería hablar de esa voz, muchísimo más musical que algunas composiciones de Carlos Chávez o Julián Carrillo. Esa sonoridad representa mucho mejor al país que los ensayos por imitar, con instrumentos y supuestas melodías del prehispánico mexicano, la música que pudo haber existido.Personalmente, imaginar esa música que existió es una de las más grandes inquietudes que tuve. La música actual me interesa, sobre todo, en la medida en que libera la imaginación para mirar a esa música del pasado o preguntarse por la del futuro. En esa directriz, he escrito varios cuentos para un libro en proceso, Música ficción, y en el que se dan cita, fuera del tiempo, Bach, Mozart y Einstein, , lo mismo que invenciones de instrumentos o técnicas musicales del futuro. Por ejemplo, la idea de holofonía -fuentes sonoras móviles e independientes-, que luego he oído decir que existe hace poco en la NASA. Cómo fue la música del pasado me inquietó siempre. Como investigador de la música mexicana, me di hace años a la tarea de reunir los trabajos de varios investigadores sobre ese pasado, y creé La música de México, una amplia colección de textos y partituras -no existía algo tan completo antes de los años 80-. Nunca podrá averiguarse cómo sonó la música del prehispánico mexicano. En busca de respuestas en un momento me fui a encerrar a San Juan Pueblo, una reserva indígena en Nuevo México, además de visitar otros sitios hoy sagrados, como la reserva Hopi, una etnia que nunca fue descubierta por la conquista española. Tuve vivencias musicales extraordinarias, como escuchar la música que los habitantes originales del continente continúan haciendo a pesar del despojo y de la invasión de que son objeto. No intento con mi música reproducir aquello que fue esa música, pero sí, de alguna forma, situarme por fuera del tiempo actual, por fuera del tiempo presente, e imaginar ese pasado que genera las voces mexicanas desde lo profundo. Eso intento en Murmullos del páramo, esos que surgen casi de la nada, del abandono propio de Aridoamérica, del desierto, de la destrucción de lo sagrado, del Mictlán, mundo mexicano de los muertos. Esa búsqueda es para mí esencial porque, por una parte, completa mi identidad como hijo de derrotados–vista desde México–; por otra, remite a la urgencia de una identidad no europea en el país en que vivo y del que me siento entre parte plena y añadidura de la historia moderna. México necesita de una respuesta que surja de sus raíces, no de Europa, algo que requiere buscar, en lo hondo, sus voces. En mi experiencia, la primera voz que encontré, la más cercana al mundo mexicano, fue la de Rulfo.
La búsqueda que Juan Preciado emprende, en la novela, en busca de su padre, Pedro Páramo, es, sin duda, trasunto de la búsqueda que anima y mueve a todo artista: la del origen, la de la identidad. ¿Qué se busca, cuando se crea?
Trazas de ti mismo, trazas de ese origen y trazas que dejar. Se busca resolver aquello que nos inquieta: los sueños y un imaginario siempre presentes que no sabemos aún convertir a la realidad. El proceso creativo es convertir la imaginación a la realidad para hacer de ésta algo mejor. Para eso creo. Por eso creo. Entiendo la imaginación como nuestro recurso más poderoso para modificar una realidad pobre, insatisfactoria. La realidad se concreta a existir y no existir.
En ese sentido, la creación ¿surge, entonces, como voluntad o como necesidad?
En mi caso, es ambas cosas. La realidad concreta es inaceptable y la niego internamente: no me interesa si no es para alimentar la imaginación. Acudo al imaginario para encontrarme conmigo y con los otros como el espacio esencial de la comunicación: así son el amor o el arte. Ni uno ni otro se sustentan en la realidad. No la rebasan, la reemplazan.
Quizás, porque la modificación de la realidad comienza por una modificación del lenguaje. Y, en este caso, el de la música, como cualquier otro, exige ser modificado.
Mi experiencia por años ha sido enfrentarme con todo aquello que pensé alguna vez que era el lenguaje de la música, memoria obedientemente adquirida que no me condujo a nada. La abandoné al entender en encuentro a solas con el imaginario, hecho de emociones y de memoria propios de lo que has vivido. La música en su substancia no es lenguaje: es libertad imaginaria. No pensar la música como un lenguaje es, sin duda, optar por el encuentro ante el abismo, sitio en el que me ubico siempre para concebir mi universo musical. Es ante el abismo donde puedo observar el horizonte y sus peligros para que de ahí salgan las alas con las que salvar mi creación de todos los moldes. El peligro no es el abismo, sino transportar al exterior la libertad que portamos a través de un molde: nacerá desfigurada, empaquetada en los mecanismos de un lenguaje. Prefiero la desnudez frente a un universo desconocido que conocerlo cubriéndome de hábitos. Y eso, que es un proceso doloroso porque rompe con tu memoria y sus ventajas, permite, en cambio, ver la modesta condición del que eres. En el intento por resolverlo se enriquece eso que producimos al crear.
En ese caso, el arte ¿se fundaría sobre la negación de la memoria?
Para mí, sí. Prefiero no partir de la memoria y, aunque en mi música haya citas puntuales de Beethoven, Bach o Schubert, ensayo procesarla para hacerla mía. Prefiero la idea, más desgarradora pero no menos viva, de crear una memoria nueva con lo que creas, eso que por pobre que sea, va a convertirse, a su vez, en memoria y nutrir tu proceso creativo. Al escuchar obras mías de hace veinte años no alcanzo a reconocerme con tanto ropaje ajeno. No obstante, puedo irme descubriendo en ella según su forma de movimiento. En efecto, aun a pesar de haber pasado por lenguajes europeos, mi música tiene una identidad dinámica, esas huellas que va dejando y de las que sólo yo me hago cargo. Acaso eso me enorgullece: crear sin tanta memoria y tan a solas.
Eso, en cuanto a la memoria musical. Sin embargo, ¿qué ocurre con la memoria personal, ésa a la que la creación artística vuelve recurrentemente para ajustar cuentas con el pasado, para exorcizar fantasmas?
Esa otra memoria es inevitable, y gozosa, y la vas descubriendo a través del propio proceso de la creación. Cuando, en 1992, estuve en Madrid, concluyendo la versión radiofónica de Doloritas, me di cuenta de que mi visión de Rulfo no era sino la del hijo de exiliados que volvía, también, para buscar a su padre. La memoria, en lo profundo, está estrechamente vinculada al imaginario es parte de lo que hemos acumulado en recuerdos y se fusiona a nuestra sensación de presente y de futuro, tanto como nuestro material genético, . Como la música, que es tiempo y memoria: flecha ahora que va hacia el futuro, y viene del pasado. Su recorrido es también todo aquello que estaba junto a ella. Esa misma relación que mantienen los dos hermanos del tiempo-espacio einsteiniano se da entre el tiempo de la melodía y el de la armonía, que coincide con el presente y, a la vez, recuerda y anuncia lo que sucede. El juego poético entre el ahora, el antes y el después es parte de la riqueza extraordinaria del proceso creativo en música.Cuando hablo de prescindir de la memoria, me refiero, más que a ninguna otra cosa, a desterrar la noción de sistema musical. Hay quienes sólo se adhieren a un sistema musical para ser compositores, una noción que remite al estrato más bajo de la creación musical. Ahí no es indispensable vincular imaginación y realidad. Y sin embargo, entre ambas, se encuentra todo el universo de lo conocido en música: la teoría, que es la construcción que hacemos para explicarnos la realidad; el sistema, que es la selección que hacemos de ese conocimiento teórico científico; y, por último, el estilo -lo más cercano a la imaginación-, que es el modo que tenemos de caracterizar el sistema. . Para la academia, durante siglos, únicamente ha existido el sistema, que inventa una teoría para justificarse o que crea un estilo para diferenciarse, con lo que el creador pierde la posibilidad de alcanzar autonomía y vincular de manera más directa imaginación y realidad. Hay ahí un continuo, y ese continuo es para mí la exigencia primordial del proceso creativo.
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