Entre la ambivalencia de los dioses de la naturaleza y los efímeros y la aparición de la luz, corresponde a los humanos la aparición del canto. ¿Qué reino en la penetración nos regala la luz? ¿A qué doradas divinidades alaban las excelencias del canto? Entre esa penetración y esa alabanza, entre la luz y el canto, surfe una expresión engendrara por una finalidad desconocida, que unas veces asciende con plenitud del dios y otras desciende, en sus permanentes y acompasados paseos por las moradas subterráneas.
El orfismo nunca se contentó con la hipóstasis del reino de los sentidos, de una esencia o figura divinal derivada de la presencia de los dioses de la naturaleza, establecía como un círculo entre el dios que desciende y el hombre que asciende como dios. Impregna esas dos espirales, que se complementan en un círculo, en la plenitud de un hierus logos, es decir, en un mundo de total alcance religioso, mostrando en una teogonia donde el hombre surge como un dios coralino gallo de las prederas bienaventuradas. Desaparecen los fragmentos habitablesde lo temporal, para dar paso a una permanente historia sagrada, escrita, desde luego, en tinta invisible, pero rodeada de un coro melodioso de hieratismo. Tanto la luz como el cono de sombras, penetran en las posibilidades del canto, hasta en el sombrío Hades, la morada de los muertos "que viven", siempre que el canto, que antes respondía presuntuosamente a la luz, responda también en la noche de los muertos. Los raptos, las persecuciones de los familiares más cercanos y encuentro de los dioses, continuán en el mundo subterráneo su furor, como si la luz calentase los sentidos en la plenitud del mediodía estival. En ese hierus logos del orfismo, la diosa que pasea desde el valle sombrío hasta la luz, se encuentra con la caminante apesadumbrada que va desde la sonrisa hasta la sombra devoradora. Una teme ser raptada, la otra se orienta hasta las voces conocidas, las eternas figuras que atraviesan el patio de costumbre.
La mujer frenetizada, que blandiendo el tirso exclama: Alomene Leda, dichosa europa, y acaricia en el aire el cuello de un toro, en el aire el cuello de un toro, está respaldada de una teogonía, que comprende un dios de la Tracia prehistórica; una religión, el orfismo del siglo VI, A. C; y el período de los misterios eleusinos, en que el orfismo retrocede o avanza, y es mayor el retroceso, ante la temática homérica, que los da a conocer en numerosos himnarios de ese siglo VI. Aunque se le atribuye a Orfeo, a una regalía hecha a los pelasgos por iniciados egipcios, lo cierto es que el mito de Demeter lleva la dorada luz aprensible de lo homérico. Casi todos los vasos órficos responden a esa proyección del mundo homérico sobre el orfismo. Orfeo ha sido reemplazado por Ulises, y en lugar de reflejar el período órfico, prearcádico, se deja invadir por las visitas, reconocimientos, sombras paseadoras, madres que aconsejan el regreso a la luz del descenso del Laertíada fecundo en recursos.
De los comienzos del Caos, los abismos del Erebo y el vasto Tártaro, el orfismo ha escogido la Noche, majestuosa guardiana del huevo órfico o plateado, "fruto del viento". La noche agrandada, húmeda y placentera, desarrolla armonizado el germen. En ese huevo plateado, pequeño e incesante como un colibrí se agita un Eros, de doradas alas en los hombros, moviente como los torbellinos con sus inapresables ejes traslaticios. Tripulando el interior ambiótico de ese huevo, el Eros sobredorado, sentado al centro de los dos irregulares círculos, se prepara para la genmiparidad. Ese huevo al cascarse fija al Eros en el Caos alado, engendrando los seres que tripulan la luz, que ascienden, que son dioses.
Los pájaros contemplan con estrépito este cariacontecido huevo plateado puesto en el origen de os mundos como un pisapapeles que ellos desconocen. Bachelard nos ha recordado cómo en el sueño la sílfide precede al pájaro, se crea el espíritu volador antes de crear el pájaro. En esa teogonía órfica, la noche poblada de espíritus voladores, producto de la diversidad en las densidades, crea el huevo de Eros. A medida que profundizamos en la imagen del espiritu volador, nuestro afán ascensional se integra, el hombre como dios en lo órfico se precisa por imagen misma de su nacimiento, por el fruto del viento que domestica las escamas displicentes y errantes del Caos rendido a la Noche del parimiento. El Eros alado se mantiene en la luz ascensional, a horcajadas sobre los dos círculos que se rompen, levantando una reminiscencia perenne de la altura, de las regiones hechizadas por el canto, que por venir de lo más alto del árbol estelar, domina el árbol colocado a la entrada del infierno.
Nos hemos aproximado a la noche de los órficos, al huevo órfico, en cuyo interior, jinete de los dos círculos, va el Eros dorado. Casa uno de esos círculos de la esciparidad, constituye el cielo y la tierra, los dioses y los hombres. Existe pues, una noche celeste, un huevo órfico celeste, un Eros Urano, el cielo y los dioses, que están afanosos de integrarse en una apasionada vía unitiva con los mismos elementos terrestres, ya que hasta en el Eros Urano están fusionados lo celeste y lo terrestre, y están siempre impregnados de esa fusión reminiscente en los círculos ambióticos. En algunas hojas de oro, conservadas en el Museo Británico, se aconseja por los órficos en los himnos que allí se escribían, que se huya en el Hades de la fuente del ciprés blanco, que produce el somnífero olvido; que se busque, por el contrario, el Lago de la Memoria, y que allí se comience el recitativo: Yo soy hijo de la tierra y del cielo estrellado. El fervor que cada cual conserva de esa reminiscencia, traza la veracidad de su religiosidad. No basta portar el tirso para ser una bacante, nos dice un verso órfico más afanoso de la verdadera fe, en el hervor de lo báquico, que de los ornatos en hojas y retorcimientos de la parra jugosa.
En un órfico "Himno a la noche", aparece ésta como la generatriz, fuente del universo, productora de la calma, multiplicadora del sueño, "cazadora de la luz en la casa de los muertos y que huye de nuevo a su casa", amiga universal, inacabada; los más disímiles calificativos caen sobre la noche en esa invocación órfica, calificativos que una veces son másculos y otros femíneos. Pero al final la apetencia de la invocación se cierra, deseando que la noche cace los terrores que lucen las sombras y que se truequen en bienhechores. Contrastando con la noche órfica, la de la alabanza y la solicitud de los envíos dichosos, la noche parmenídea es rígida y tajante en su es. No fue antaño, dice el poema de Parménides, no será nunca, toda entera es el Uno, el continuo. ¿Cómo nace, de dónde viene? Su no existencia no puede decir ni pensar, pues no se puede decir ni pensar que ella no haya existido. Así se alcanza la génesis y desaparece la muerte. En la misma morada, en sí mismo reposa. No carece de nada, pero en otra oportunidad, carecía de todo. Prepara el aperion, el continuo aristotélico. La noche parmenídea es como la identidad vuelta sobre el Uno de un continuo. Todos los dondes que el himno órfico colgó de la noche, en la noche parmenídea desaparecen, aquí la noche fue siempre, reposando en la eternidad de su idéntico, disfrutando de una inmensa homogeneidad de la sustancia, en un yerto coro de rocas, de donde no se escapa ni el rocío de la fecundación ni de esa inmensa carpa húmedad de la morada de los muertos.
Dos vasos órficos, correspondientes al período de la influencia homérica en el orfismo, muestran el perfeccionamiento de los símbolos en el momento en que Ulises desciende al sombrío Hades. Uno de esos vasos se encuentra en em Museo de Munich, otro en el de Nápoles. Este último vaso fue el que contemplo Rilke para sus Sonetos a Orfeo. En ambos se ve en el centro, parte superior, un trono con Plutón y Proserpina, presidiendo las figuras mitológicas y las irrupciones de Orfeo. Los dioses de los imposible van apareciendo: Tántalo, Sísifo, y las Danaides. Después, aparecen los dioses de la posibilidad: Heracles, Eeseo y Piritoo. El cerbero aumenta su vigilancia para los nuevos visitantes de sus indescifrables dominios. En el vaso del Museo napolitano aparecen los dioses: Triptolomeo, portando la decidida antorcha, acometida incesantemente por la flauta; el rubio Radamanto, y el Trimegisto, con su vara de oro. Una familia entera, padres e hijos, se muestran con el gesto sereno de lanzarse a poblar la beatitud, aunque todavía no están iniciados. Se sospecha en el desfile de esas figuras reminiscencias de frescos eleusinos que seguían la manera de los frescos de Polygnoto en Delfos. En el lateral derecho, figura que porta una espada, la Dike, la justicia. En el lateral izquierdo, aparece la Ananké, portando un látigo. Con una lucidez demoníaca aparecen los ríos infernales, llenos de hojas de oro, con inscripciones en griego alusivas a las iniciaciones órficas. El tema de la jarra llena de agujeros, que simboliza a los no iniciados, aparece en esos vasos, y se repite con mucha frecuencia en todas las motivaciones artísticas, pinturas o vasos, de temas órficos. Los textos griegos de las hohas de oro, como ya señalamos anteriormente, nos indican que las almas caídas al Hades deben evitar el encuentro de la fuente de Leteo. Al lado del Heracles, un salero de excesivo tamaño, colocado en las cercanías de las Danaides, cuyo valor simbólico parece difícil de descifrar, a no ser que esté destinado al Can terrible, de tres cabezas, vencido por el pulso féreo de Heracles. Es innegable que las figuras han sido escogidas por tener un azar difícil, una condenación en la vida, que se perpetúa en la muerte. Han pasado por los infiernos, o su existencia terrenal fue una prueba de laberintos, de imposibilidades, de infernal sabiduría. Sorprende, en los dos vasos, las figuras que aparecen a uno y otro lado del trono. Figuras procaces, desnudas, con la ropa y el sombrero distribuidos en una forma irregular sobre sus cuerpos, como si quisieran causar una impresión drolática en el mundo de los muertos. Adolescentes y guerreros, doncellas y figuras maternales, aparecen mostrando la serenidad de sus cuerpos, mientras calladamente esbozan sus deseos al hacer visibles sus sexos.
En los dominios del color, con la presencia de ese sorpresivo huevo plateado, se ha alcanzado ya una opulenta escala de evaporación para los ojos. Esa escala, por las impulsiones del torbellino se trueca en espirales de chisporroteos del amarillo húmedo de las estrellas errantes, después de el coágulo de irregular circunferencia, cuyo contorno parece estar tachonado de simétricas magulladuras. En ese coágulo rotativo percibimos un azul hialino, muy transparente, pues todavía se refracta , debilitándolo; después, un azul de excepcional dimensión, un azul erébico diríamos, separado del anterior azul, por un círculo carbonario, absoluto en sus exigencias separatrices. Sigue un amarillo, moteado de carbón y de sangre, y al centro un círculo rojo; muchas de las primitivas inscripciones órficas están hechas sobre hematites, morada del Eros, como en otros opulentos nacimientos medirerráneos, donde la diversidad del color en las conchas prepara el surgimiento de una figura, que comienza a ser mordida voluptuosamente por los salmones.
La aparición de los órficos corresponde a la ceremonia de casa uno de los misterios eleusinos los días de los misterios mayores y menores. Veamos los correspondientes a los motivos que rodean el segundo misterio mayor eleusino. Se alejan los peregrinos de la ciudad por el Puente de Sísifo, rodeado de las más antiguas tumbas. Los símbolos de Sísifo y los descensos infernales son impuesto por los bosques de los alrededores de Atenas. Comienzan las brisas a ser tripuladas por las bromas y las insinuaciones. Arrancan los efebos ramas de los árboles, comienzan a golpear a las doncellas para incitarlas a las apetencias más germinativas. Las alusiones a los encuentros del toro con la blanca doncella, se oyen entre risotadas y ojos encandilados. La vieja sacerdotisa requiebra a una doncella, que comienza a ser protegida por un efebo duro de piernas. Un hombre rudo, mediocre y rupestre, se acerca para reemplzar a la timidez que no abraza. Está disfrazado de Sileno. Una mujer llorosa siente el fracaso de su vida, el Sileno le comunica una efímera alegría. Aparecen los sátiros marcando el compás del frenesí y repartiendo figurillas fálicas. El sonriente dios Término muestra su príapo estival. Por el camino, el procesional se enriquece con ofrendas de vino, higo y miel, para aumentar el caudal de las apentecias carnales. Se tienden para buscar en la siesta una tregua y la sombra de los pinos penetra, para calmarlos, los sentidos como flechas. Cuatro días después de estos ardores, se levantan nuevos himnos para saludar la luz. Los templos donde esa luz resuena están guardados por canes juramentedos.
La diosa Demeter envía desde los infiernos la menta dañada, hay que mezclarla con ayuno. La abstinencia tiene que mezclarse con los excesos del infierno. Desde la playa, surgiendo desde las rocas, comienzan a surgir los caballos voladores, como una espada arranca de las rocas telas mágicas. Un aire de flauta comienza a desenvolver una cancioncilla recogida por Orfeo, mientras se alejan los portadores de tirsos. La canción de Orfeo, la flauta panida y los gallos eleusinos, destruyen el sombrío manto de la enemiga Psique. El coro responde: saber su no saber es el nuevo saber, que repetido como un estribillo tiene la luz de la canción de Orfeo, entonada por los pastores, dominadores del sueño cerca del río, que no pretenden usar indebidamente el tirso, que rechazan la dañada granada de Demeter. Esa respuesta del coro es una nueva punzada enigmática. ¿Estaba Orfeo de parte de los que por astucia sabían el no saber, es decir, fingían el no saber, la inocencia, el calmoso pacer de los animales en el tiempo sin tiempo? ¿O estaba situado en el período apolíneo, donde había una ambivalencia entre el saber y no saber? En realidad, el período órfico trae una solución que no es ya la del período apolíneo. Trae un nuevo saber, un nuevo descenso al infierno. El coro grita una respuesta a una órfica canción de pastores, que se sentirían molestos si sucumbiesen al nuevo saber, ya que no tienen por qué disfrazarse de pastores. El nuevo saber órfico está en los sones que su lira va extraer de los infiernos. Su canto sabemos que hiloizaba lo mismo al trompo que a los jardines sagrados.
Todo nuevo saber, utilizando sentencias de los coros eleusinos, ha brotado siempre de la fértil . oscuridad. Ya vimos cómo la noche de Parménides se aísla siempre en un es, de la noche órfica, que siempre se espera como inacabada. En medio de los inmensos procesionales eleusinos, atravesados por las canciones órficas, surge al final la consagración de la espiga de trigo: "Ha sido hecho, será hecho, es hecho". Demeter sonríe, del mundo subterráneo, de la oscuridad fértil ha brotado un nuevo saber, del grano sumergido se ha escapado lentamente la espiga visible. La dorada espiga muestra un es, una respuesta cabal al dios solar. Parménides, en el otro extremo, cree que lo propio del ente es. El griego de la plenitud tiene henchida afirmación, el es de la espiga de trigo y el es del ente. Considera Parménides que su sentencias poéticas son misterios y revelaciones, que su carro tirado por yeguas sagradas avanza protegido por las Helíadas, ninfas del rayo de luz. Hasta la aparición de la dialéctica, en el siglo iv. A.C., las principales cabezas griegas se empeñan en hablar como simidioses. El es órfico siguie el reto de las estaciones, muere y renace. Es, esta y será. El es Parménides no depende de sumergimientos, su ente es como su noche, su continuo, el Uno. Se ve en Parménides el afán de lograr un es que se paralelice con el es de la espiga de trigo, y que aún se empeña en superarlo, pues la identidad en el continuo afirma siempre la existencia del Uno, independiente de los caprichos de las estaciones.
En un cuadro de Picasso, de su período griego, aparece un efebo desnudo al lado de un caballo dórico. El equino muestra su esbeltez, totalmente domesticado, no obstante, el gesto imperioso con que el joven esgrime las riendas, parece cmo si su victoria sobre la bestia fuese reciente, hay una relación de la tierna dependencia en ese juego de dos formas excesiamente cumplidas.
Al fondo, el mar. En los temas órficos el caballo es breve, de estatura mucho más pequeña que el promulgador de los sones. Sabemos que muchas veces el alma al escaparse de su morada, tripulaba un caballo inquieto, afanoso de penetrar en las regiones solares. No la otra parte, baja y sombría, el Thymor, que moría al morir el cuerpo. Los caballos estruscos se igualan al tamaño del hombre. Vienen de las regiones de Proserpina, a veces, están pintados de un azul, que parece dejado por la sombra a las regiones de los vivientes como un esmaltado recuerdo. El onagro es un mulito de piel mágica, de que nos cuentan sus milagros en alguna novela de Balzac, pertenece a la cultura mágica oriental, sin tener relación alguna con el orfismo. El unicornio, que viene a morir tal vez cerca de la fuente de la memori, es una de las últimas manifestaciones del orfismo. El unicornio de la tapicería se siente acorralado por la muerte y muere junto a la fuente de la remembranza. Por la breve esbeltez de su figura parece una transición entre el ciervo y el caballo. Busca las doncellas para hacerles confidencias y ternezas. Despierta celos de los cortesanos, que lo flechan. Muere en el centro de la plaza, cerca de la verticalidad de la fuente, rodeado de burlas y secretas desconfianzas. Luce asombro a la hora de la de la muerte, pues se sabe bueno y lo conmueve la colosal maldad de su circunstancia. Ligero tiernamente receloso como el ciervo, grave y decidido como caballo para encontrar la salida del desfiladero. Caballo rebajado a ciervo, al unicornio se le regala un hueso frontal, con el cual no se puede defender, es su fatalidad, ni de los perros ni del hombre. Dúro poco, desde los fabularios de Plinio a los fines de la tapicería renacentista francesa.
En los infiernos, dos divinidades femeninas: Demeter y su hija Proserpina; en la luz, dos divinidades masculinas: Apolo y Orfeo, su hijo. Orfeo es hijo de Calíope, otros afirman que su padre era Eagre, divinidad de un río tracio. Quizá ahí podamos encontrar la causa de la no presición de su figura. Nosotros nos atrevemos a pensar que en la raíz de la oscilación de Orfeo como figura mitológica o real, debe existir el lanzazo de una maldición.
Tal vezal contemplar Apolo los devaneos de Calíope con Eagre, lanzó sobre el problematismo de su prole cuyo contenido se ha perdido, pero que nos hace pensar que atacó la fundamentación misma de la existencia de su figura. ¿Cómo es posible que el orfismo se haya extendido desde la Tracia prehistórica hasta el siglo IV, de nuestra era, sin que se pueda determinar la existencia de la figura que lo crea y que lo impulsa? Además, cuando los argonautas se encuentran en peligro, invocan a los Diososcuros, en una plegaria a los amigos, que les trae la enemistad de las amazonas y las lesbianas. En uno de los himnos órficos, en el que Jasón consagra la expedición a Corintio, el centauro Quirós entona el canto junto con Orfeo. Recuérdese que Quirón le entrega su saber a los hombres, con el natural reojo de parte de los dioses. El centauro Quirón fue el maestro del padre de ifigenia, de la familia de los destinos espantosos.
Producto tal vez de esa maldición de Apolo, se vio condenado Orfeo a llevar parte de los dones de su padre a los infiernos, verificándose una dicotomía de poderes, como entre los egipcios, la división de Osiris y Horus. Para uno, Osiris la morada de la vida y de la luz; para el otro, Horus, el reino de los muertos. Apolo llevaría así su poder, en la luz, la justicia y el canto, por medio de su prole a los infiernos. La investigación histórica en la cultura helénica ha llegado hasta el siglo xv, A.C, época de la más poderosa existencia real de Orfeo, la causa del sumergimiento de su figura y los elementos oscuros que despertó y que fueron la causa de su ruina y de su muerte. Obsérvese la divinidad con quien le es infiel Calíope a Apolo, representa la divinidad de un río, y que después de muerto Orfeo, su cabeza es arrancada del cuerpo y lanzada a un río, donde continúa cantando, hasta que otras divinidades hostiles deciden ocultarlo por el fuego.
Enero y 1961.
José Lezama Lima: El reino de la imagen. Caracas, Ayacucho. 1981
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